Mansilla estacionó bajo la sombra de un árbol, ocultándose de las luces del alumbrado público. Iba en un auto fácil de disimular, un Renault Clio negro. Esperó más de una hora, hasta que una camioneta Jeep Renegade se detuvo diez metros más adelante, en la puerta de su casa, donde había vivido los últimos diez años.
Mansilla vio que Helena bajó del lado del acompañante. Ella miró hacia todos lados, como si lo buscara a él vigilándola. Caminó hasta la vereda y abrió la puerta de atrás para que bajaran sus hijos. Le dio las llaves de la casa al mayor y los dos hermanos fueron corriendo hacia adentro. Se bajó el conductor. Mansilla preparó la cámara del celular. Cuando Helena besó al tipo, una llamada del comisario Sotomayor le impidió sacar la foto. Le cortó y puteó unos segundos, hasta que su viejo teléfono volvió a habilitarle la cámara. En ese momento se abrazaban, despidiéndose.
La Jeep arrancó y se fue. Mientras Helena la seguía con la mirada desde la vereda, Mansilla le mandó la foto y un mensaje: “Piedra libre”.
Helena sonreía cuando sacó el teléfono del bolsillo, seguramente creía que era algo que le mandaba el tipo de la Jeep, un emoji o un gif cursi. Su cara se transformó en un gesto de desagrado cuando vio el mensaje. Miró la calle al borde del ataque de pánico, buscándolo en la oscuridad.
Mansilla arrancó el Clio y avanzó unos metros a oscuras para prender las luces altas en la cara de Helena y encandilarla. El teléfono sonó otra vez, inoportuno, y Mansilla lo tiró al asiento del acompañante. Pasó lentamente por el frente de su casa, mirando a Helena, sonriéndole. Ella lloraba y, en un rapto de furia, le revoleó el teléfono, que golpeó la ventanilla a la altura de su cara, astillando el vidrio. Mansilla siguió manejando y se perdió en la oscuridad.
Llamó al comisario Sotomayor.
―¿Por qué no atendés, pelotudo?
―Estaba durmiendo, comisario.
―Hubo otro caso, estoy en la escena y se está llenando de periodistas. Necesito que vengas cuanto antes. Ahora te paso la dirección.
―En media hora estoy ahí.
―Te doy quince minutos.
Sotomayor le cortó.
Mansilla se encontraba a trece cuadras del lugar en ese momento, pero primero tenía que devolver el Clio.
Llevó el auto al depósito de vehículos secuestrados de la policía y subió al suyo, un VW Bora que ya no pagaba patente.
Manejó sin prisa, no ansiaba nada de lo que sucedería a continuación. Un nuevo crimen mantenía la vigencia del caso, la atención de los periodistas. Le pedían respuestas que no tenía porque no sabía qué carajo pasaba.
Era el noveno envenenamiento en un mes. El veneno usado era de serpiente o de rana, por lo que no podían descartar que algún animal anduviera suelto en la ciudad, aunque fuera improbable a esa altura. Entre las víctimas había de todo: jubilados, hombres de familia, pibes que recién empezaban la universidad, laburantes… Todos eran hombres. No podía decir mucho más.
Estacionó al lado de un patrullero, en doble mano. Los móviles policiales y los periodistas cortaban la calle. Cuando Mansilla salió del auto, todos los reporteros corrieron hacia él. No dijo nada, caminó sacándose micrófonos de encima, procurando no cruzar su mirada con el lente de ninguna cámara.
Entró resignado a la casa. Una mujer lloraba en un rincón. Era la pareja de la víctima, que llamó a una ambulancia cuando el hombre se descompuso.
Una docena de peritos buscaban huellas y rastros. Mansilla pasó saludando con un gesto de cabeza, una apatía marcada por el horario y lo infructuoso de todo eso.
El tipo yacía muerto en el comedor. Había caído sobre un plato de milanesas con puré que, por la bandeja y la calidad del empanado, eran de una rotisería barata.
En un rincón de la cocina, el comisario Sotomayor hablaba con la detective Arregui, una de las mejores amigas y compañera de equipo de Helena, hasta que ella pidió la licencia. Este sorete le da participación acá justo a ella, para que me serruche el piso con saña, pensó Mansilla mientras los miraba. Supuso que Arregui le contaba sobre la foto, seguro que ya lo sabía porque Helena siempre le decía todo lo que le pasaba.
El comisario lo encaró cuando lo vio:
―¿Otra vez acosando a Helena, Mansilla? ¿¡¿Vos me estás jodiendo?!?
―Estaba durmiendo, comisario, se lo juro. Reenvié una foto que me mandaron. ¿Eso también está mal?
―Sí, está mal.
―¡La sacaste vos! ―intervino Arregui con furia.
El comisario la contuvo y siguió:
―Te recuerdo que tenés una perimetral. Estoy harto de vos, Mansilla. Me tenés cansado, no podés ser tan imbécil. Si no me das un avance mañana, te saco del caso y se lo doy a otra persona más calificada. Te acercás a Helena de nuevo y te hecho de la fuerza. ¿Entendiste?
―Sí, comisario.
―Más te vale, pedazo de pelotudo. Ahora, ¿qué me decís de esto?
―No mucho ―Mansilla miró a su alrededor buscando hipótesis que no tenía―. Por lo que veo, se repite la misma escena: un hombre envenenado, sin indicios de violencia…
―¿Tenés alguna teoría o vas a decir solo cosas evidentes?
―Perdón, señor.
―Arregui, ¿qué podés decirme vos?
―Encontraron pornografía infantil en el placard de la víctima. Tal vez los crímenes tengan que ver con la trata de menores. ¿Qué se sabe de las otras víctimas?
―No sé ―respondió Mansilla―, no eran mis amigos, no salía con ellos.
―¿Hubo casos similares en otras ciudades? ―le preguntó Arregui sin darle entidad a su irreverencia.
―No vi nada en las noticias al respecto ―dijo Mansilla sonriendo.
Cuando iba a reprenderlo, al comisario le sonó el teléfono. Se apartó a un costado para atender mientras Mansilla y Arregui se quedaron en silencio, evitando mirarse.
La cara de Sotomayor tomó color con el correr de los segundos.
―¡Bien, por fin una buena! ¡Álvarez atrapó al violador serial del puerto!
Todos aplaudieron, Mansilla también. Álvarez era un buen amigo.
Sotomayor regresó a la comisaría para coordinar el arresto y las declaraciones a la prensa. Mansilla aprovechó su ausencia y salió sin saludar, se fue a la casa de sus padres. Arregui se quedó en la escena del crimen, trabajando con los peritos.
Mansilla se despertó temprano, poco antes de que sonara la primera alarma de su teléfono. Durmió bien, el clonazepam seguía haciendo su magia.
Entró al baño para ducharse y afeitarse. Cuando salió, su madre le preparaba el desayuno. Mansilla sintió que había retrocedido diez casilleros y se le cayó el humor al piso.
―No voy a desayunar ―dijo cuando pasó por atrás de la mujer para servirse agua de la heladera.
―Hablá más bajo, tu padre se acostó hace un rato ―susurró la madre―. Acordate de que esta semana le toca turno noche.
―No voy a desayunar ―insistió Mansilla, mirando con desdén las tostadas, la manteca y la mermelada que hacían rezongar a su estómago.
―Comé algo. Te descomponés cuando salís con el estómago vacío. Además, desayunar te mejora el carácter, hijo.
Mansilla la miró de reojo y agarró la taza de café que le ofrecía.
―Tené cuidado si manejás con la taza ―le dijo su madre antes de que abandonara la cocina―. Si se te vuelca y te quemás, podés chocar.
Mansilla salió de la casa dando un portazo que despertó a su padre.
―¡La puta que te parió! ―gritó desde la habitación.
Llegó temprano a la comisaría, pero casi todos ya estaban allí. Algunos aún no regresaban a sus casas. Había facturas, como cada vez que se resolvía un caso importante. La celebración le devolvía cierta invisibilidad; bienvenido sea, se dijo.
No participó de los festejos, pasó toda la mañana en su escritorio, navegando por Internet, leyendo noticias sobre los nueve hombres envenenados. Las más disparatadas hablaban de un pacto suicida y de abducciones. Otros aprovechaban el envenenamiento para denunciar el uso de agrotóxicos en los alimentos y la contaminación del agua.
El comisario Sotomayor se acercó a él con cara de orto.
―No me olvidé de vos, Mansilla. Quiero un avance hoy, si no te saco del caso.
―Sí, comisario.
Mansilla pensó en ir por el lado de las abducciones. Ya que perdería el trabajo, al menos podría dejarles una buena anécdota a sus compañeros.
Álvarez, el héroe, apareció en su escritorio.
―Mirá lo que te traje, con todo mi cariño.
Acomodó sobre el teclado de la computadora un plato con dos bolas de fraile y un vigilante en el medio. Mansilla agarró una bola de fraile.
―No me felicitaste, forro ―le reprochó Álvarez.
―Disculpame, ―dijo Mansilla mientras masticaba―. Te felicito y, ya que me sacaste un rato del centro de la escena, te agradezco por eso.
―¿Querés saber cómo lo atrapé?
―Por supuesto.
Álvarez se inclinó para hablarle cerca del oído. Mansilla se sintió incómodo.
―Te lo cuento solo a vos porque sos mi hermano.
―Gracias, Álvarez.
―Me lo dijo una adivina.
―Chupame un huevo.
Mansilla quiso levantarse del asiento, pero Álvarez lo sentó agarrándolo del hombro.
―En serio, te lo juro. Se la recomendó una prima a mi mujer. La contactamos para saber si, después de tantos años, valía la pena seguir luchando por tener hijos. Nos dijo que tendremos mellizos este año ―Álvarez sonrió, estaba más orgullo de ese oráculo que de haber resuelto un caso―. Y, cuando estábamos despidiéndonos, me dijo que me veía atrapando a un tipo en la plaza que está cerca del puerto, que salvaría a una mujer a las once y veinte de la noche.
Mansilla chasqueó la lengua.
―Me estás jodiendo.
―Te lo juro. También me dijo que ascenderé a detective.
―Sí, porque a mí me hacen boleta hoy.
―No digas boludeces.
―El comisario me dio un ultimátum. Si no presento un avance, me raja.
―Menos mal que tengo la solución. Yo no te abandono, hermano; no quiero ascender a costa tuya. Te saqué un turno con la adivina para hoy a la tarde.
―¿¡¿Qué?!? Dejame de joder, yo no creo en esas pavadas.
―Estuviste toda la mañana mirando noticias en Internet y la tarde se perfila igual. Me parece que no te queda otra alternativa. O podés llamar a la detective Arregui y comparar tus notas con las de ella.
Mansilla se quedó en silencio, masticando el último pedazo de bola de fraile.
―Pasame la dirección de la adivina ―tras decir esto, tomó un sorbo del café frío que quedaba en la taza de su madre.
―Te mando la ubicación ―dijo Álvarez palmeándole la espalda.
―Gracias, hermano.
―Para eso estamos, Mansilla.
La adivina vivía en una casa cercana al puerto. Tal vez vio al violador por los alrededores y aprovechó para denunciarlo y sumarle unos puntos a su curro. Dos pájaros de un tiro, pensó Mansilla.
Tocó el timbre y le abrió ella misma. Estaba sola en la casa. Mansilla vio una valija junto a la puerta.
―Está yéndose ― dijo con voz de cana.
―Usted es mi último visitante. Hice una excepción porque su amigo insistió mucho para que lo atendiera.
―¿Se va de vacaciones?
―Le cuidaba esta casa y los gatos a una amiga mientras ella paseaba por Europa del Este, y ahora viajo unos días a Entre Ríos para visitar a mi familia; de ahí, no sé. Me gusta moverme, recorrer el mundo. Viví en muchos lugares, desde Brazzaville hasta Bogotá; también visité Nueva Delhi, Singapur y Lima. Pero usted no viene para escucharme hablar sobre mí, sino para saber qué pasará en su futuro, ¿no es así?
―Le aclaro que no creo en nada de esto, no tengo muchas expectativas.
―Entonces será más fácil sorprenderlo.
Mansilla se ubicó en una mesa redonda, en la cocina. La adivina puso un cuenco en el centro y sacó una jarra de la heladera. Se sentó frente a Mansilla y vertió agua hasta llenar la mitad del recipiente.
―Mire el agua. Concéntrese en el fondo del cuenco.
Pasaron los minutos y Mansilla no vio nada. Sintió que perdía el tiempo y en ese momento se dio cuenta de que al final del día se quedaría sin trabajo. Se levantó para irse. Cuando empezaba a excusarse, la adivina lo interrumpió.
―Espere, no se vaya. Para ver su futuro tiene que tomar el agua, así viajará con su consciencia a lo que pasará.
La adivina levantó el cuenco con ambas manos y se lo ofreció. Mansilla bebió el líquido; le pareció algo dulce, pero más bien desabrido.
De pronto, se dibujó una sonrisa en su cara, disimulada como una mueca.
―¿Encontró lo que buscaba? ―preguntó la adivina.
―No, pero me sirve bastante lo que vi. ¿Usted no lo sabe?
―Me paga por mostrarle, no por mirar.
Mansilla esperó a que anocheciera. Sacó del depósito un Peugeot 206 negro, con vidrios polarizados. Estaba exactamente donde lo había visto. Manejó hasta su casa y se escondió bajo la sombra del mismo árbol que la noche anterior. La dormiría con cloroformo y la metería en el baúl. El lugar donde descartaría el auto era excelente. Jamás lo encontrarán, se dijo.
Cuando la Jeep Renegade pasó junto al Peugeot, Mansilla sintió una puntada en el estómago.
Sonó su teléfono. Era Arregui. Le cortó.
La puntada se convirtió en un dolor insoportable que lo obligó a arquearse sobre el volante.
Arregui le mandó un mensaje. Mansilla abrió el audio y lo reprodujo en altavoz:
―Investigué un poco más las características de los envenenamientos. Hubo casos parecidos en Paraná, Colombia y Perú; tendales de hombres envenenados. Todos estaban asociados con la trata de personas, la pedofilia o la violencia de género.
Ardía de fiebre, su estómago era una hoguera que lo consumía por dentro. A Álvarez le dijo que iba a tener mellizos y dónde encontraría al violador, pero a mí me hizo tomar del cuenco. Vieja de mierda.
Se quedó sin fuerzas, no podía moverse. Casi se le cayó el teléfono, pero lo sostuvo entre el volante y su frente. Con un último esfuerzo, le mandó un mensaje de audio a Arregui:
―No te voy a resolver el caso ―dijo.
*Hernán D’Ambrosio nació en General Rodríguez (Argentina) en 1985. Es Profesor de Letras. Escribió las novelas Cosas que pasan (2013), Sutra de Buenos Aires (2015) e Imagen y semejanza (2018), y los libros de poesía Singing in the brain (2010) y Una cosa que empieza con P (2018). También es autor de la novela web Hyperville (2012). Coordina grupos de lectura y escritura desde el 2012. Sus cuentos circulan por la web en distintas revistas.