Es el mediodía del 25 de mayo del año 2003. El flamante presidente de todos los argentinos asume la investidura en ceremonia oficial; recibe el bastón de manos de Eduardo Duhalde que bromea acerca de negarse a dejar el poder. Ha sido elegido apenas con el 21% de los votos, que en verdad sería un porcentaje mucho menor sino fuera porque décadas de neoliberalismo han divorciado a la población de la política, incluso de las elecciones. Solo cuatro millones de personas han votado por él. El “que se vayan todos” ocurrió hace apenas dos años. Los levantamientos sociales contra la represión obligaron a su antecesor a adelantar los comicios electorales. Cada institución de la Argentina vela por sí misma y ha conformado nichos para seguir existiendo, nichos donde las relaciones se median más por la fuerza que por la ley. El campo popular que fue duramente golpeado desde 1976 ha perdido desde entonces hasta la fecha la mayoría de los derechos que pueden perderse sin volver evidente una dictadura. Ha perdido también la conducción de sus partidos políticos históricos. Vota, pero no elige, protesta, pero no es escuchado, habla, pero no puede articular las palabras correctas ni ponerles el nombre a sus dolencias. Ese campo popular ha sido diezmado y luego desmoralizado hasta quedar irreconocible, obligado a formar parte de una mayoría amorfa que reacciona porque la golpean, pero no puede ni pensar en un proyecto de vida que no sea individual.
Este presidente electo es visto con desconfianza o indiferencia desde la población que no tiene mayores expectativas de cambio, ni aspira a mayores cosas que la estabilidad, o en el caso de los sectores más postergados, a la mera subsistencia. Es carismático y teatral, pero ya antes que él ha habido sinvergüenzas atractivos y locuaces. Manifiesta convicciones firmes, pero la palabra en boca en las figuras políticas se ha devaluado tanto durante tanto tiempo que no es sensato tomarlo en serio. Sale a la Plaza de Mayo a encontrarse con la gente, se saltea todos los protocolos de seguridad, es golpeado por una cámara, para mostrar resiliencia y cercanía con el pueblo. Pero cualquier payaso con una buena logística puede llenar una plaza que mide dos cuadras. Y si observamos a este hombre desde nuestro presente sin conocerlo bien podríamos pensar (y con razones) que no es más que otro personaje para las cámaras, bien coacheado, con buen manejo de encuestas, exposición mediática y manejo de demás tecnologías de la teatralidad y el marketing.
En cambio, en los edificios que rodean a la Casa Rosada la desconfianza existe, pero tiene otro carácter: los actores de poder de la Argentina (medios de comunicación, poder judicial, empresarios, Sociedad Rural, directorios de los bancos, fuerzas de seguridad) conocen muy poco a este político surgido del peronismo de Río Gallegos. Ha asumido el poder producto de la dimisión de Carlos Menem quien habiendo ganado la primera vuelta sabe que perderá con diferencia en el ballotage. Al retirarse, Menem actúa según los deseos de estos actores ya que deja al nuevo presidente con un caudal electoral ínfimo, por lo que su legitimidad es fácil de cuestionar públicamente, y por ende fácil de disciplinar en privado. Se espera que el recién llegado se someta rápidamente al status quo del poder real y gobierne como sus antecesores dentro del estrecho (casi ficcional) margen de poder que le resta al poder ejecutivo después de casi tres décadas de crisis del estado.
Para los poderosos que de hecho gobiernan sin exponerse este cambio de mando no es más que un lavado de cara, un leve cambio para que nada cambie. Esperan ilusoriamente que el sistema de acumulación que han mantenido hasta ahora y estalló por los aires el 20 de diciembre de 2001 gane estabilidad política sin alterar el estado de miseria planificada. No entendían ni el contexto de reacción social ni al recién llegado. Por eso las presiones llegaron de manera inmediata, casi un reflejo torpe, burdo. Tal vez, si hubiera sido otro. Pero era Néstor Kirchner…
Dice Duhalde que estamos “condenados al éxito”
Luego de la crisis de. 2001, la economía mundial comenzó a sentir el crecimiento de las potencias asiáticas, lo que, dicho resumidamente, redundó en un aumento del precio internacional de la soja y otros productos agropecuarios, apalancado por la demanda cada vez mayor de China, Malasia, Corea, entre otros. Para un país fuertemente primarizado como la Argentina era una oportunidad de crecer para estabilizarse y tapar al menos parcialmente el enorme atraso tecnológico y la deuda que arrastraba desde la caída de Perón. Esta era una de las razones por las que Eduardo Duhalde podía decir en público que estábamos “condenados al éxito”: en su mentalidad él era el afortunado que podía aprovechar el famoso “viento de cola” que lo volvería un estadista por la simple magia del aumento de las exportaciones. En su cabeza, la política nacional no podía hacer otra cosa que acomodarse a los movimientos de la economía que se decidían en los directorios de los grandes grupos económicos. Esta misma forma de pensar es que lleva a muchos analistas a reducir el éxito de la gestión de Kirchner al precio de la soja, lo cual vuelve al sucesor de Duhalde una figura intercambiable. Dicho coloquialmente: con la soja a 500 dólares cualquiera es presidente, no hacen falta cualidades personales ni racionalidad en las decisiones cuando se duerme sobre un colchón de recursos (lo mismo se llegará a decir de Chávez, pero el somier será de petróleo). Esta mentira ha sido repetida como un mantra porque durante la hegemonía del liberalismo (y sus rebotes) las figuras políticas no han actuado más que como administradoras de lo poco que quedó en manos del estado. La política era una cosa mínima.
Pero la realidad es dura como granito: ningún precio internacional pudo mantener en el poder al menemismo tardío de Duhalde que distribuía planes sociales, pero seguía siendo tan represivo y excluyente como puede serlo un gobierno que cree en la teoría del derrame. Por otro lado, los que relatan a Kirchner como un resultado de la buena coyuntura exterior creen su propia mentira. Lo esencial es invisible a los oligarcas, y la realidad es que un país puede ver crecer enormemente su economía y, así y todo, tener pobreza extrema como los tan admirados casos de Chile, Corea, Indonesia, etc. No había ninguna condena al éxito. No había ningún destino manifiesto. El desarrollo no es algo que les ocurre a las sociedades: es algo que deciden, algo porque lo que deben trabajar, y en nuestro caso particular, luchar. Néstor Kirchner buscó activamente modificar la participación de los trabajadores en la economía, la distribución de la riqueza. Hasta hoy se sigue repitiendo que Duahlde hizo el ajuste para que Kichner viera el crecimiento. Estos relatos contrafácticos están bien para películas de Marvel, pero tienen dos problemas fundamentales: la devaluación de Duhalde que tuvo como variable de ajuste a la mayoría de la población no era inevitable, solo que la conducción política hasta ese momento no podía ni pensar en soluciones que tocaran intereses poderosos. Por otra parte, pudo hacer lo mismo que sus antecesores y cristalizar la pobreza, pero eso no ocurrió. En la cabeza de los neoliberales peronistas la justicia social es la distribución de las sobras (si las hay). Kirchner distribuye para crecer, es una novedad política con o sin precio de la soja, este solo le da más impulso. Pero para poder distribuir esa ganancia extraordinaria, es decir, para poder ser Kirchner, necesitará afectar los intereses de los que hasta ahora han absorbido la mayor parte de los ingresos nacionales. Pero al inicio de su mandato no es más que un presidente de papel al que solo han votado 4 millones de argentinos, y la mayoría por recomendación de Duhalde. Es presidente, pero para gobernar, para repartir lo que produce la soja, debe primero tener poder: representativo sí, pero sobre todo poder real. Los primeros cien 100 días de su mandato son un ejemplo perfecto de cómo esa capacidad de acción fue construida a contrapelo de la correlación de fuerzas.
Kirchner, el que jugaba para a la tribuna
Los que reciben coaching piensan que todo el mundo es como ellos. Otra de las grandes mentiras a la hora de historiar a Kirchner es pensar que todo gesto político es una impostación, una actuación para buscar un efecto, algo para venderse y agradar a los potenciales votantes. En síntesis, asimilar la política al marketing y por ese error creer que toda búsqueda por definir una identidad política es una ficción. Por esa razón, es tan común oír entre los detractores de Kirchner la idea de que hizo de los derechos humanos una herramienta que lo convirtiera en el portador del bien, de una superioridad moral, y por extensión convertir la lucha por los derechos humanos en un negocio estatal. Un curro, como popularizó el periodismo más reaccionario. Pero construir una identidad, una serie de rasgos claros que le den personalidad a un gobierno, a una fuerza política es clave para hablarle a los potenciales votantes, para mostrar que no vale lo mismo un voto que otro, que la elección es una verdadera decisión de rumbo. Pero en el caso de Kirchner se trata fundamentalmente de un gesto vital, de un renacimiento de la política.
Luego de la dictadura el voto es una ficción: vote por Alfonsín, y gobernará el mercado; vote por Menem y luego de prometerle revolución productiva y salariazo, gobernará el mercado; vote por De La Rúa, y después de mucha vergüenza ajena gobernará el mercado. De la boca para afuera, estos gobiernos se presentan como diferentes, pero son dominados por las mismas limitaciones, en el fondo todos son conservadores y oscilan su discurso solo dentro de los márgenes que el poder real les permite. Por cierto, un margen estrechisimo. Su identidad usa palabras y símbolos muy claros, pero se sienten de cartón, ya nada es real en el mundo neoliberal. La democracia no sirve para comer, ni educarse, ni siquiera para gobernar. Las patillas riojanas muestran a un caudillo que está más cerca de Wall Street que de los llanos. Los que piensan en Kirchner como impostor están pensando en la impostura que fueron los 20 años que siguieron a la dictadura. Por esa razón, cuando Kirchner da su discurso histórico donde pide perdón por haber callado tantos años, por las violencias que fundaron la democracia neoliberal, por los desaparecidos, ni siquiera Hebe de Bonafini le cree. No podría. Kirchner convierte la lucha por los derechos humanos en una política estatal y en un pilar de la identidad kirchnerista. Ya no es parte de la mayoría amorfa de partidos y figuras políticas que son puro envase sin contenido. En su discurso de 2004, en la ex – ESMA se erige claramente como contrario a la violencia de la última dictadura. Pero no se trata de desenterrar viejos odios o absorber prestigio de una causa pasada: al plantarse contra la impunidad del Proceso se planta también con el orden que ha instituido. No solo eso, pide perdón por el silencio del estado, que ya no es garante de justicia ni siquiera de estabilidad económica. Este enfrentamiento con el corazón del neoliberalismo es lo que convertirá a este presidente de casualidades en uno de mayorías al final de su mandato. Muchos que desconfían de él volverán a la vida política atraídos por esta voluntad de ejercer justicia y este cambio que empezará a verse desde el primer día de la gestión desde dos gestos clave para conseguir autonomía: un cuadro que es retirado y una cadena nacional épica.
Un cuadro político
Los militares en Argentina tuvieron una participación preponderante en la política desde el golpe de 1930. Muchos de ellos contaban con una excelente formación para la guerra, pero eran completamente iletrados en cualquier otro campo del conocimiento humano. Esta deficiencia en su aprendizaje dio como resultado verdaderos bárbaros dentro de las filas del ejército, en general anti peronistas y anti marxista, sin demasiada capacidad tampoco para tomar conciencia de su comportamiento. La culminación de la violencia militar fue el Proceso de Reorganización Nacional en 1976 y aún después del fin de la dictadura los militares siguieron condicionando la democracia hasta ser reprimidos y desarmados por Menem.
Podría pensarse que Kirchner al bajar el cuadro de Videla del colegio militar solo se está ensañando con una institución que ya ha sido contenida; que es una sobreactuación de poder, un gesto para exagerar su masculinidad como dirán muchos críticos. Pero, aunque los militares han sido vencidos, las ideas que les permitieron cometer crímenes de lesa humanidad aún tienen vigor. De hecho, el negacionismo existe aún hoy en día en partidos políticos con vocación mayoritaria. Lo que Kirchner hace es quitarle la conformidad institucional a esa violencia: el estado ya no tolera el lugar que los genocidas se han dado a sí mismo en los espacios de honor del ejército. Es a la vez un gesto simbólico, pero con efectos reales: lo que han hecho los militares ya no es honorable, ni tolerable, ni tendrá lugar dentro del estado. Pero quitar el cuadro es solo la culminación del proceso, el final: inmediatamente luego de asumir, Kirchner designa una nueva cúpula del ejército que le responda y pasa a retiro a un importante número de oficiales de grado superior. En agosto de 2003, deroga las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que impedían el juicio a los genocidas de menor rango. En simultáneo deroga los indultos de Menem a la cúpula militar por lo que los represores vuelven a la cárcel y se reanudan los juicios por la memoria sepultados desde hacia más de 15 años. Pasará mucho tiempo antes de que vuelvan a estar de moda las identidades más reaccionarias de derecha, por eso la reacción social es favorable y la imagen de Kirchner bajando el cuadro será recordada con cariño. La primera pata de su identidad política está consolidada: memoria, verdad y justicia. Sus seguidores verán en esto una condición virtuosa, y sus detractores un gesto cínico (porque pegarles a militares desprestigiados es fácil). Pero nadie podrá dudar de su efectividad.
Contragolpe a la Corte Automática
Las circunstancias de un gobierno o una fuerza política se han reducido a una visión conservadora, cuando no a una excusa barata para esconder que se está cómodo en esa situación. Pero la correlación de fuerzas es un dato clave para la política, sobre todo si pretende ser transformadora. Para poder cambiar el mundo primero debe creerse que es posible cambiarlo, lo que llevado a la realidad implica entender que siempre se puede hacer algo, pero no cualquier cosa.
Cuando Kirchner asume la presidencia en el país la pobreza es la norma general de la población y el estado que se supone debe brindar soluciones está desmantelado y cada una de sus partes ha sido usurpada por distintos grupos que no se someten completamente al poder ejecutivo y que tienen recursos para ponerlo en jaque. Además, el presupuesto nacional está ahorcado por los intereses de la deuda externa e intervenido por la misión del fondo monetario. Los sectores dominantes de la economía son sumamente conservadores y no escatimará maniobras para disciplinar al nuevo presidente. En síntesis, hay poquísimos recursos y un margen de acción hiper estrecho. Algo así como jugar al SimCity en dificultad legendaria. Si Kirchner no hubiera entendido está correlación de fuerzas es posible que hubiera terminado como Rodríguez Saá quien anunció la suspensión del pago al FMI, una proclama en ese momento revolucionaria, pero veinticuatro horas después lo encontrara renunciado y reducido a piñata mediática. Pero hay algo más que entender sobre la correlación de fuerzas: supone un estado inicial, una circunstancia que limita el margen de acción, pero cualquier sujeto o fuerza política que aspire a detentar poder real debe necesariamente cambiar era correlación a su favor o conformarse con una política testimonial, de la boca para afuera. Se trabaja con condiciones iniciales, pero con el objetivo claro de cambiarlas.
Es por esto que Kirchner no fue otro Rodríguez Saá: cada acción de gobierno se sostenía con creación de mecanismos de poder y su demostración pública. No sé limita anunciar que no deben subir los precios, sino que debilita a aquellos que pueden obstaculizarlo y amplía sus herramientas de gestión; y uno de los nudos principales para poder tener un gobierno independiente y eficaz era enfrentar al poder judicial constituido durante el menemismo.
Menem había conformado una Corte Suprema a la medida de los intereses que representó su gobierno. Los jueces que la conformaban realizaban fallas más que convenientes a favor de empresas, bancos o particulares alineados con el establishment, vulnerando siempre los más básicos principios del derecho argentino como la igualdad ante la ley, o bien con fallos insólitos que desconocían delitos evidentes de personajes poderosos. Pregúntenle a Macri si no.
Está corte es la garantía legal del régimen que funciona por detrás de la democracia. Las decisiones del ejecutivo están atadas a la interpretación de la ley de estos jueces que Menem ha dejado ahí para siempre. Son el poder real y lo demuestran en exhibiciones públicas de soberbia pues se creen intocables. El ejemplo más claro de esto será Julio Nazareno, presidente de la Corte Suprema, que defiende en público la autonomía de la corte, al mismo tiempo que se adjudica poder de interpretación sobre los actos de gobierno. Tiene razones para actuar así: una década de poder ilimitado y las conexiones con una oligarquía que les debe favores no son poca cosa. Por esa razón, la corte automática considera que está en condiciones de dictar las condiciones al nuevo gobierno, como lo ha hecho en ese momento. Kirchner pudo aceptar esas imposiciones y continuar con la tradición de presidentes de papel… o ser Kirchner y pegarles en la nariz.
En junio de 2003, en cadena nacional, Kirchner dice lo que todo el mundo sospecha, pero nadie afirma en público: existen presiones a los poderes democráticos por parte de los poderes fácticos. Hay intereses que no se tocan, causan que deben cerrarse, límites que no debe traspasarse, ganancias que no pueden alterarse. Una mala interpretación de la correlación de fuerzas evitaría el conflicto por entender que no puede ganarse. Pero Kirchner sabe que si cede no podrá recuperar terreno, y por otra parte su visión de la política no se limita al palacio, a los actos o herramientas de gobierno. En su primera semana de gobierno ya puede verse el germen popular de su gestión y el hito fundacional es el discurso donde denuncia los aprietes de la corte. Lo que usa como defensa no es la invocación a la constitución, o la autonomía de los tres poderes del estado. Habla de cara a la sociedad y a ella le informa lo que sucede. Ahora la responsabilidad es colectiva y quien vaya contra él debe animarse a decir en público que no hay ninguna democracia, que nadie elige nada. Cosa que para el poder real es cierto, pero a la vez inseparable de la idea de democracia que ha construido. En teoría, todos los atropellos del neoliberalismo no han sido impuestos, sino que son decisiones de la mayoría. Todo el prestigio del orden neoliberal descansa sobre la democracia, aunque sea una ficción. Presionar a Kirchner se vuelve un problema público cuando éste lo denuncia, un acto mafioso, pero fundamentalmente antidemocrático. Ahora que ha salido del espacio de las sombras se vuelve contra sus perpetradores: aprovechando su desprestigio y la larguísima estela de corrupción que la Corte ostenta, Kirchner llevará adelante en el congreso el proceso de remoción de los jueces menemistas, mostrando en simultáneo fortaleza política, una fuerte voluntad de cambio institucional y la vocación de construir poder, no de negociarlo ni compartirlo con actores que no han sido elegidos, sino de ejercerlo. El origen de Kirchner está en la creación de su propia autonomía política. Más tarde, cuando le pague al Fondo Monetario su deuda maldita, también conseguirá autonomía económica.
Modelos de historia para recortar y pegar
Cada quien construye del pasado la imagen que le conviene y surgen deformaciones del sujeto histórico real, ya sean idealizaciones o auténticas mutilaciones. Esta columna no pretende decirle quién fue el Kirchner real, renuncia a cualquier pretensión de objetividad. Lo único que busca es explorar una faceta del sucesor de Duhalde que ha caído en desuso por el conservadurismo dominante durante los últimos años. Esta columna entiende que la historia de nuestro país no es producto de los cambios mecánicos de la demanda del comercio mundial, ni es el mero resultado de la correlación de fuerzas en un momento dado. Pretende desmentir al Kirchner acuerdista, sumiso de los poderes reales, al Kirchner inerte que no quería conflicto con nadie, una figura histórica ficticia. Pretende acercarles al Kirchner que se enfrenta a las posibilidades, que tuerce el rumbo de los acontecimientos, que incomoda el status quo, que construye identidad política, que tiene voluntad de poder, que rearma el estado y trae de vuelta la política a la sociedad y el pensamiento crítico a los discursos vacíos; al Kirchner que le pregunta a Clarín si está nervioso, al Kirchner contra el que todos quieren hacerse los guapos hasta los sienta de un gancho; el Kirchner que baja cuadros y le palmea la pierna a Bush, el que sube retenciones sin dar más vueltas que turbina de avión, el que se pelea, recibe el golpe, se cae, se para y sigue peleando. En síntesis, el Néstor que nos sirve para plantar cara a los que nos dicen que no hay alternativas, que no hay otro camino más que inmolarnos como pueblo mientras unos pocos nadan en riquezas. Un Kirchner que diga no, que no le pase como a Alfonsín a quienes sus correligionarios le inauguraron una estatua representando el pacto de Olivos, donde se lo ve cabizbajo y vencido. Un Kirchner que se pare por encima de las diferencias y las posibilidades, y haga lo que mejor sabe hacer: política soberana.