Los monstruos no nacen de la nada
Al hablar de los horrores de la última dictadura militar, que llevó a cabo crímenes de lesa humanidad contra militantes, delegados, obreros, estudiantes, periodistas, opositores, etc, solemos hacer hincapié en la cara visible que ejecutó estas atrocidades contra las personas y contra los intereses de la nación. Aparecen siempre los rostros de los militares genocidas, brutos instrumentos de la violencia política, desprovistos de cualquier conocimiento humano que le pusiera freno a su ego y a su brutalidad, completamente incapaces de verse como enemigos de la patria o perpetradores de crímenes aberrantes. Hasta el día de hoy mantienen su pacto de silencio respecto al paradero de sus víctimas, de los niños apropiados a los desaparecidos y de la complicidad de actores civiles. Siempre se han relatado a sí mismos la visión infantil y paranoica de que fueron héroes que combatieron en una guerra contra la subversión que amenazaba destruir al mundo. Es, fue, siempre será una tontería. Pero si no pensaran así, la realidad les sería insoportable.
Estos militares completamente deshumanizados y deshumanizantes, sin ninguna noción del interés nacional, títeres bestiales de una maldad planificada, desgraciadamente fueron el producto de una época, la triste consecuencia de una institución militar sin cabeza y una sociedad que ignoraba voluntariamente sus crímenes.
Debemos tener algo claro: las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de seguridad interior (la Gendarmería, la Policía, los servicios de inteligencia) siempre tuvieron un papel represivo a lo largo de todo el siglo XX. Sin embargo, es con la llegada del antiperonismo que estas fuerzas que alguna vez fueron nacionalistas o pensaron en servir a la nación, se perdieron irremediablemente en la lucha contra la población civil, actuando como un ejército de ocupación dentro de las fronteras de su propio país.
Estos sujetos, capaces de todos los crímenes hoy conocidos por el trabajo titánico de los organismos de derechos humanos, no nacieron de la nada. Tienen su origen en instituciones de formación de las fuerzas de seguridad que estuvieron (que están) completamente ajenas al control civil en su adiestramiento, en su pedagogía y su jerarquía interna. Los cargos de menor jerarquía eran educados en la violencia física, la humillación constante, el resentimiento y el odio contra los enemigos imaginarios como el comunismo, la subversión, o sus variantes actuales, los zurdos, los kirchneristas, que no son más que nombres circunstanciales para toda disidencia política.
Estos militares, estos policías, estos gendarmes, aprendían a odiar antes que a proteger, no tenían más ideología que la que les inculcaban sus oficiales superiores, casi todos miembros acomodados de las clases altas, sumamente desconfiadas del resto de la población y casi siempre formados además en escuelas extranjeras de guerra y pensamiento político.
Las fuerzas de seguridad que se asoman con brutalidad en 1976 no defienden ningún interés nacional, no tienen idea de las complejidades de la política, no conocen el derecho, no poseen sensibilidades humanas básicas, no reconocen más límites que la violencia que sus superiores ejercen contra ellos. Han sido entrenados como perros rabiosos para morder cuando se les ordena, sin preguntar, sin pensar, ignorando voluntariamente toda consecuencia por sus actos. No podrían distinguir un comunista de un peronista, o un socialista. No entienden el mundo más allá de la lógica de aliado o enemigo. Toda comprensión compleja del mundo les es imperceptible. Esta estupidez intencional es un requisito indispensable para la crueldad ya que les permitió (les permite) a estas fuerzas de seguridad no tener la capacidad para inteligir la naturaleza de sus actos. Estos soldados, policías, gendarmes, solo actuaban, sus oficiales pensaban por ellos, algo que además ya había sido pensado en oscuras oficinas al interior de empresas y bancos.
Pero la segunda y fundamental pata para calamidad que fue 1976 fue la pasividad de una población civil que no entendía lo que estaba ocurriendo, o se veía sobrepasada por la situación, o bien la apoyaba con su indiferencia. No fueron pocos los que desinteresaron por lo que estaba sucediendo mientras todo el sistema político colapsaba y usaba como excusa la destrucción de un supuesto enemigo interno para poner en marcha un cambio en el régimen de vida del país.
Al final los monstruos nacieron de la brutalidad donde fueron criados y de la indiferencia de muchos que no salieron a ponerles un límite cuando todavía había tiempo. El resto lo conocemos: esas fuerzas de seguridad en nombre de la patria, la familia y el orden salieron a secuestrar, torturar y asesinar población civil, sepultaron la constitución, se apropiaron de niños, endeudaron al país, empobrecieron los hogares y nos llevaron a una guerra perdida por estupidez e impericia.
El costo social de no haber juzgado a los civiles
Algunos de esos monstruos fueron llevados ante la justicia por la lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, por la Agrupación HIJOS, por los forenses y científicos que identificaron a las víctimas, por testimonios valientes y por un movimiento político que treinta años después decidió llevar al tribunal a tantos infames. Los resultados fueron la reapertura de las causas dormidas por décadas de corrupción, la recuperación de los centros de la memoria, la reivindicación de las víctimas de la dictada en su carácter de seres humanos, pero también como militantes políticos. Tal vez, los dos logros más importantes de este proceso de juicio real a las juntas que encabezó el kirchnerismo fueron, por un lado, los cabecillas de la junta militar presos en cárcel común y el otro, más grande todavía, el proceso mediante el cual se recuperaron y se siguen recuperando hasta el día de hoy a los niños secuestrados durante la dictadura.
Fueron triunfos enormes y deben ser festejados.
Sin embargo, el asesinato vil de varios miles de personas no era el objetivo de la dictadura sino a el medio para alcanzarlo. La intención real ni siquiera era de los militares que de economía no sabían (ni saben) deletrear la palabra. A ellos se les contó un relato heroico donde eran los héroes de la nación que luchaban contra el comunismo (que tampoco sabían qué era). El objetivo real era cambiar la estructura económica del país: concretamente pasar de una nación crecientemente industrial a una donde todo poder económico se concentrará en la especulación financiera y las empresas multinacionales.
Hacer esto suponía desindustrializar y que los empresarios más grandes pasaran a ser dueños de grandes capitales que podían moverse dentro y fuera del país sin que el estado pudiera hacer nada al respecto. La consecuencia de esto era por un lado darles a sectores empresariales más poder que el estado, cuyo gobierno era elegido por voluntad popular, para así imponer condiciones a la población respecto al salario, al consumo, a la educación, a sus posibilidades de vida. Era, en síntesis, una transferencia de poder del estado que supuestamente debe representarnos a todos hacia grupos empresariales concentrados que no son votados por nadie, pero lo deciden todo. La otra consecuencia era el desempleo masivo y la destrucción del tejido industrial y comercial que le había dado a los argentinos sus mejores años y además la capacidad para organizarse para luchar por sus derechos.
Estos dos objetivos, la concentración del poder en los empresarios y la destrucción del tejido social que alimentaba a un país pujante, fueron cumplidos y jamás revertidos, mediante la destrucción sistemática de toda oposición.
Las consecuencias de esto han sido un piso de pobreza y marginalidad que fue creciendo con el paso de las décadas, que el kirchnerismo hizo retroceder hasta un treinta por ciento, pero con la llegada de Macri (otro producto de la dictadura) volvió a su ciclo ascendente. El otro gran problema de este país es una democracia virtual nacida de las aberraciones de la dictadura, que lleva a votar cada dos años a personas que no están obligadas a cumplir la voluntad popular y que son incapaces de hacer valer ese voto frente a un empresariado muy poderoso que todo el tiempo les impone límites cada vez más estrechos.
¿Qué pasa si la población vota a un político para ganar más, para vivir mejor, para que no se privaticen servicios públicos? Puede votar, pero esa voluntad es automáticamente vetada por un poder que está por fuera del estado y lo supera. Recordemos el caso Vicentín: un político tiene sobrados fundamentos para estatizar un empresa deudora, incumplidora, culpable de contrabando y degradación; los beneficios para la población son incalculables, la ley lo ampara, su base política le pide que lo haga; pero las leyes no escritas del empresariado dicen claramente que esas cosas no se hacen. Y si se hacen, hay consecuencias. El resultado final es triste: este político termina balbuceando a las cámaras excusas que ni él mismo llegaba a comprender.
La última figura que le disputó a ese empresariado antidemocrático y brutal el poder en la Argentina fue una mujer de apellido Kirchner. Todo lo que el dinero podía comprar fue desplegado en contra de ella: jueces, medios de comunicación, agitadores políticos, sindicatos, universidades prestigiosas, redes sociales. Ese fue el último capítulo de una batalla entre el estado, nosotros, contra el poder privado. Desde el 2015 hasta la fecha, la política entera se ha retirado de esa disputa y todos seguimos pagando el grave error de haber juzgado a los militares sin haber tocado nunca a sus jefes civiles, los verdaderos perpetradores de crímenes sociales contra el país.
Memoria, verdad y sobre todo justicia
Una sombra terrible se cierne sobre este país violento y desigual. Los poderosos hacen un despliegue obsceno de poder y riqueza mientras se jactan de su violentas, que ya no les dan pudor desde el día en que Macri empezó a ser visto como un modelo a seguir y no como el torpe heredero cuasi analfabeto que sabe hacer negocios al margen toda norma legal. Los crímenes de esa clase social hoy son más visibles que nunca: la pobreza planificada de millones de personas, el trabajo que no es clavo por una discrepancia semántica, la pérdida de libertad en todos los aspectos de la vida, la precarización de la existencia, la negación de todo pensamiento crítico. Más que nunca este pueblo necesita memoria y verdad sobre lo que pasó, sobre los crímenes que se acumulan contra nosotros. Pero por sobre todas las cosas, una sombra terrible sacude los cimientos que sostienen a esta democracia de las apariencias: su nombre es justicia.