Por Leandro Trimarco*
Una tarea titánica
Dos años después del inicio de la revolución que cambiaría Latinoamérica para siempre, un Belgrano victorioso entraba en Salta luego de vencer en un combate imposible contra las fuerzas realistas. La Corona intentaba retomar las riendas de un imperio que se le escurría entre las manos: la defensa del abogado porteño había frenado una reconquista veloz, pero expulsar al poder peninsular de América era una misión de otra envergadura. Crear un nuevo orden político que retuviera al antiguo imperio español y le diera una nueva identidad y destino era todavía más difícil. Entre las sombras, distintas fuerzas aprovechaban la situación a su favor.
Aunque las tropas realistas en Bolivia, Perú y México estaban bien pertrechadas y tenían serias posibilidades de victoria, ningún enemigo fue tan formidable para los patriotas de mayo como ellos mismos.
Suele hablarse en la historia argentina de las tensiones entre Buenos Aires, la ex capital del virreinato, la ciudad de las ideas liberales y aspiraciones centralistas; y los caudillos, señores de las provincias, populares, defensores de lo suyo y las libertades nacidas del desmoronamiento de la autoridad real. Cada gran figura junto con su séquito regentaba un territorio e intereses propios, casi siempre enfrentados con los demás notables. En el Norte, los Güemes; Bustos en Córdoba; López en Santa Fe; Artigas, en la Banda Oriental; y muchos otros más. Cada uno peleaba dos guerras: una por la independencia y destino común que parecía para todos indiscutible; otra en simultáneo, menos honrosa pero igualmente necesaria, por el poder y la capacidad de dar forma al nuevo orden que nacería de la victoria aún no consumada. La guerra por el poder y derecho a dictar las bases de la nueva nación fue más larga y cruenta, y casi inmediata a los sucesos de mayo de 1810.
Sin unidad política, y a la espera de noticias de Europa, la declaración de Independencia se dilató seis años luego de la primera junta de gobierno. Los desacuerdos centrales giraban en torno a cuánto poder tendría un gobierno nacional y cuánto resignaron los poderes provinciales; debía definirse además que modelo de país surgiría de la independencia: cuáles serían sus ingresos, qué industrias desarrollaría, qué lugar ocuparía en el concierto de las naciones; debía definirse un orden social, un sistema de leyes y una cultura; todo esto mientras se reunía los recursos para conquistar los bastiones restantes del imperio español.
La desunión de los patriotas y su intransigencia era su mayor debilidad y la mayor ventaja de los realistas. Mientras el puerto, el interior y el litoral luchaban entre sí, las tropas del rey avanzaban contra Belgrano que no recibía el apoyo que entonces hubiera sido decisivo.
Por el mar, desde Montevideo; al norte desde el Alto Perú y a través de la cordillera, desde Santiago de Chile, el poder del rey cercaba a las Provincias Unidas que debían apurar un plan de Independencia y un gobierno único para sostener la Revolución. En medio de esta crisis, empantanados en errores y mezquindades propias, acosados por militares veteranos y eficaces, los patriotas argentinos se reunían en Tucumán para intentar torcer el curso de la guerra.
El 9 de julio 1816, con todos los representantes disconformes y desconfiados de la fidelidad de sus aliados, con muchos proyectos apoyados sobre la mesa para crear un gobierno único, con los gobiernos de Francia e Inglaterra actuando entre bastidores para someter a las Provincias Unidas a un yugo no político sino económico, se declara la independencia de estos territorios. Era apenas un papel frágil a la espera de un soplo que lo volviera añicos. Necesitaría de años de luchas sangrientas para consumar algo de su contenido: la promesa de una nación libre y soberana de toda potencia extranjera. Una figura decisiva entraría en acción para volver el texto una realidad.
Golpes invisibles
Las terribles batallas de San Lorenzo, Chacabuco, Jujuy, Lima representaron un precio altísimo en vidas humanas para el pueblo. Fueron ganadas en medio de balaceras y cañones, en parte. Antes, fueron pensadas, planificadas, peleadas y ganadas en la mente de una figura de voluntad implacable en parte ajena a las disputas que enfrentaban a los caudillos americanos. San Martín ejerció el poder tanto militar como la administración política, pero sin perder nunca el objetivo de la independencia.
En un asalto milimétrico, la famosa batalla de San Lorenzo, elimina para siempre la posibilidad de un ataque español desde el río de la Plata. En los años siguientes, ordena a Güemes la defensa del norte, clave para el plan continental, y entrena un ejército en Cuyo, nutrido de labradores, jinetes, negros, indios, zambos y mulatos. Allí el sueño bendito de libertad se despega de los papeles y empieza a ser vivido en todo su dolor y alegría.
Reunido con caciques pehuenches, arregla el paso del ejército libertador por varios pasos cordilleranos. Los indios, frecuentemente obviados en la historia de la independencia, proveyeron de ganado y abrigo a las huestes del general.
Así, antes de empezar la batalla, el bando español debía dividir sus tropas para anticipar todos los ataques simultáneos. Y no pudo atajar ninguno.
Comenzaban tiempos nuevos, turbulentos, libres, sangrientos. La victoria en Chile abrió la tarea aún pendiente de una patria soberana y libre, le dio una contundente victoria militar a una independencia material, social, económica que aún está por hacerse.
La declaración y los obstáculos
¿Por qué aún doscientos años después la Argentina (y casi todos los países nacidos de la revolución) siguen luchando año tras años por romper su dependencia? El proyecto de una patria soberana, abocada a la defensa de sus propios intereses es un obstáculo para el proyecto de país de una élite local que ha construido su fortuna y su posición como parte de un proyecto de poder y ganancia extranjero. En los días de la independencia, los terratenientes vinculados al comercio de cueros necesitaban más la ruptura del monopolio español que una independencia real. Esa herencia maldita, esa subordinación a una cultura extranjera, ese desprendimiento del destino nacional, son la herencia maldita de una élite que no necesita pensar en términos nacionales para beneficiarse. Más bien al revés.
Los desafíos no han cambiado: construir un país que incluya a todos, que alimente a todos, que sea un lugar de provecho y dignidad para todos. La primera batalla fue ganada hace poco más de doscientos años. Hacia el futuro se proyectan los combates que faltan, las luchas que serán verdaderamente decisivas. Esta libertad genuina, externa a los tratados, que se confunde con la vida misma, es invisible a los cipayos.
*Profesor de Historia por la Universidad de Morón