Por Leandro Trimarco*
Un país pensado para su oligarquía
En la segunda mitad del siglo XIX, bajo el signo de los gobiernos liberal-conservadores, el estado argentino comenzó su proceso de organización a la par de su modelo económico conocido como agroexportador. No tiene demasiadas complejidades: una minoría dueña de enormes latifundios que ocupan la mayor superficie del país, se encargaba de cosechar materias primas y criar ganado para luego exportar la mayor cantidad posible a los países europeos. Este modelo tenía como principales consecuencias la concentración de la riqueza en una oligarquía sometida a la influencia extranjera, y por otro lado el uso del presupuesto nacional para obras y programas dedicados a maximizar las ganancias de este modelo. Es decir, las ganancias de esta oligarquía. El resultado de más de setenta años de pensar la economía del país en función de este modelo agroexportador dejó como resultado, un país conectado por vías férreas que terminaban siempre en los puertos de Rosario y Buenos Aires, centralizando la producción, el comercio y la población en la Pampa Húmeda, sin pensar nunca en el desarrollo industrial o urbano del resto del país, el cual quedó atrasado en términos económicos y demográficos.
Peor aún, dado que los capitales que se usaron para instalar los ferrocarriles en Argentina eran de origen extranjero, fundamentalmente ingleses, por presiones del Imperio Británico y su empresariado la mayor parte de las ganancias quedaban en manos extranjeras, el comercio era controlado por ingleses, franceses y belgas, y toda la legislación argentina le otorgaba exenciones impositivas (te perdono los impuestos) a esto capitales extranjeros.
Por supuesto, a la oligarquía que ocupaba todos los puestos de gobierno esto no le resultaba un problema porque no pensaban en un país más allá de sí mismos. Así, mientras no se afectarán sus negocios de exportación, estos oligarcas no tenían problema de firmar leyes vergonzosamente entreguistas que le daban al país una condición de cuasi colonia. Es más, era más barato que una colonia porque la metrópoli no tenía que pagar el costo del estado.
No se trataba sólo de los ferrocarriles, sino que toda la infraestructura de producción y comercio estaba organizada para beneficiar a este esquema exportador cuyos principales beneficiarios eran extranjeros y latifundistas, sin ninguna intención de trasladar parte de la ganancia a servicios públicos, salud, educación o desarrollo industrial.
Este esquema de negocios privados fue lo que, el primero de marzo de 1948, con apoyo total del movimiento obrero y de los intelectuales nacionalistas, Juan Domingo Perón convirtió en patrimonio nacional e instrumento para el desarrollo humano de la nación y su gente.
Un país pensado para su gente
Decía Perón, el 14 de mayo de 1948, cuando se tomó posesión del Ferrocarril Central Buenos Aires: “He llegado con el mismo entusiasmo y la misma decisión con que hemos cumplido los demás actos hasta éste, en que incorporamos al patrimonio de la Nación Argentina la última compañía ferroviaria que quedaba en manos del capital foráneo, último eslabón de esa cadena que ataba los brazos de la Nación Argentina y oprimía los corazones de los criollos que veíamos en la reconquista de nuestro sistema de comunicaciones, un factor indispensable de nuestra independencia económica.”[1]
El peronismo no era solamente un giro discursivo hacia el nacionalismo, que en las previas décadas liberales se limitaba a los símbolos patrios, sino sobre todo la búsqueda de una mayor autonomía a nivel internacional. Autonomía respecto a las potencias del norte, objetivo que sólo podía lograrse mediante el desarrollo industrial del país y control de las áreas estratégicas de la economía, como la producción militar, las acerías, el comercio exterior, la producción de energía y por supuesto, de la red que transportaba bienes y personas en todo el país, es decir, los trenes.
Por ello, cuando se nacionaliza la red junto con todos los coches y propiedades del ferrocarril, no se pensaba únicamente en una gestión estatal de lo que hasta ahora era privado sino de un cambio de sentido. De servir únicamente a la ganancia privada y extranjera, el ferrocarril debía pasar a servir a su gente, al desarrollo de su población, a la comunicación entre comunidades en un país vasto, y a alimentar a una creciente industria ligera y mediana. Para ello, el estado nacional se valió de la enorme deuda que Inglaterra tenía con Argentina luego de venderle carne y grano durante la Segunda Guerra Mundial. Recursos sin los cuales el Reino Unido habría sido barrido de la faz de la tierra por la Alemania Nazi, y cuyo pago Inglaterra quiso incumplir a toda costa.
Las líneas férreas eran un recurso estratégico para ejecutar la economía planificada de Perón, y para 1946, por los típicos controles que los gobiernos liberales ejecutan sobre el capital privado (es decir, ninguno), los trenes estaban en pésimo estado. No podía ser de otra forma: a Inglaterra había dejado de servirle el vínculo colonial con Argentina, y se apoyaba en sus ex colonias (Australia, Sudáfrica, India, Canadá), y por ello no tenía ninguna necesidad de invertir en el arreglo de los trenes. En ese contexto, Perón ejecutó la deuda del Reino Unido y pagó el saldo con trigo, nacionalizando así los ferrocarriles e iniciando su proceso de reforma y extensión, y de reparación.
Piénsese que el estado argentino compró esta empresa tan vaciada como el kirchnerismo compró YPF, y con la misma intención: volver útil un área fundamental para la economía que antes sólo proveía un mal servicio y ganancias a privados. La derecha nacional protestó por el extinto vínculo de sometimiento a los ingleses que tanto rédito les había dado. Los críticos del peronismo atacaron esta nacionalización por supuestamente ser una compra de chatarra. ¿Cuántas empresas nacionalizó y recuperó esa oposición al peronismo cualquiera fuera su signo político? Al día de la fecha el número es elocuente: ninguna.
La sombra de un profeta nacional
Perón fue presidente que tuvo la iniciativa y la determinación de volver los trenes una propiedad argentina y a sus frutos un ingreso para la nación. Pero era sólo la cara visible de un movimiento de lucha obrera de décadas y del incesante trabajo de intelectuales nacionalistas que pensaban en un destino industrial e independiente para un país en que hasta entonces sólo la oligarquía vivía bien.
A lo largo de las décadas del 1900 a 1940, varias generaciones de trabajadores ferroviarios se organizaron para pedir condiciones dignas de vida y trabajo, y se enfrentaron a la represión indiscriminada de los conservadores y la UCR. La Unión Ferroviaria nació de hecho en 1922, agrupando a todos los que desempeñarán tareas en los ferrocarriles, para exigir mejores sueldos y jornadas limitadas. Fue justamente este gremio el que tendría un papel protagónico en la nacionalización ya que esta fue una bandera que sostuvieron por más de veinte años hasta la llegada del primer peronismo.
Esta búsqueda por el beneficio nacional fue brillantemente sintetizada en la obra de uno de los intelectuales argentinos más importantes del siglo XXI, Raúl Scalabrini Ortiz. En “Los Ferrocarriles Argentinos”, Scalabrini explicaba de manera sencilla y coherente el vínculo colonial de la oligarquía y la necesidad de tomar para la Argentina este sector estratégico pensando en un futuro desarrollo independiente.
En sus propias palabras, “La nacionalización de los ferrocarriles que aquí postulo implica no solamente la expropiación de los bienes de las empresas privadas y extranjeras. Ese acto reducido a sí mismo, produciría un beneficio nacional indudable. Trocaría el propietario privado y extranjero por el gobierno nacional, en quien debemos sentir representados nuestros mejores anhelos. Pero el cambio debe ser más profundo. El ferrocarril debe cesar de estar al servicio de su propio interés. Debe dejar de perseguir la ganancia como objetivo. Debe cambiar por completo la dirección y el sentido de su actividad para ponerse íntegramente al servicio de los requerimientos nacionales (…) La liberación de los ferrocarriles nacionalizados de la mole abrumadora de los compromisos financieros, redituaría, de modo indirecto, inmensos, incalculables, beneficios al país… (…) Dije que el nudo gordiano tiene un rostro áspero pero se abre sobre un camino de grandes perspectivas. De nosotros depende su realización. No esperemos que otros hagan lo que no somos capaces de hacer. Los gobiernos no pueden realizar sino aquello que los pueblos saben pedir con autoridad y con firmeza.” [2]
Nada que agregar.
Los hombres que no trabajamos por amor al dinero
Nuestra realidad presente parece organizada alrededor de una sola idea: todo debe generar ganancias. En nombre de esta pretendida eficiencia cada aspecto de la vida en comunidad se somete a la obligación de generar dinero, aun cuando su sentido original no sea el lucro. Todo lo que no genere ganancias para que un privado pueda explotarla se recorta, se le aplica motosierra, se “moderniza”. En este modo pensar hipercapitalista, las razones detrás del trabajo se pierden y sólo queda la búsqueda ciega del negocio con severas consecuencias humanas.
En estos momentos, los herederos de esa vieja oligarquía luchan para acaparar todos los recursos que antes eran públicos. Los trenes no son la excepción. Esta auténtica casta, bruta, sin más cultura que la codicia ciega espera privatizar las principales ramas de ferrocarriles que comunican el litio en el norte con los puertos en la Pampa. Igual que hace cien años, no están pensando en ningún desarrollo nacional, ni sustentable, ni ético.
El movimiento obrero necesita revisitar su pasado para que la historia no siga retrocediendo hasta el siglo XIX, cuando no había ni soberanía, ni derecho, ni trenes argentinos. Debe recordar, a toda costa, que los hombres no nacieron para adorar el dinero ni para ser sólo la sangre que alimenta ganancias ajenas. Debe el trabajo volver a hacer historia. Y si no pregúntale a Perón:
“Quizá los que hoy han sido perjudicados por esta recuperación, porque ya no podrán cobrar plata extranjera; quizá nuestros adversarios, que poco ven a través del fárrago de intereses que los ciegan, nuestros adversarios políticos, podrán criticarnos y podrán escarnecernos; pero lo que no podrán hacer es torcer el curso de la historia. Y la historia dirá que nosotros, esta generación de argentinos, supimos cumplir con nuestro deber, como no supieron cumplir ellos.
Los hombres que no trabajamos por amor al dinero, los hombres que no esperamos nada del presente, los hombres que tenemos puesta nuestra mirada en la historia de la patria, estamos ya pagados, sabiendo que cualquiera sea la inaudita perfidia de los que no nos entienden o no nos quieren entender, la historia dará su fallo justiciero y los sepultará a ellos cien codos más abajo que a nosotros.”[3]
[1] Discurso de Perón en Buenos Aires, 14 de Mayo de 1948.
[2] “Historia de los Ferrocarriles Argentinos”, con apéndice de la Ley Mitre/5315,
Raúl Scalabrini Ortiz
[3] «Perón, 1949. Discursos, mensajes, correspondencia y escritos. Partes I», Biblioteca del Congreso de la Nación.
*Profesor de Historia por la Universidad de Morón