Fueron pocas las mujeres que se revelaron públicamente como protagonistas en el proceso de independencia en toda América Latina. Las que lucharon en el frente todavía menos. En el marco del Día Internacional de la Mujer, recordamos la lucha de una de las mujeres que se logró recuperar del silencio histórico, Juana Azurduy.
Juana Azurduy, de familia acomodada por el lado de padre, humilde y mestiza por su madre, ya mostraba un carácter insumiso en su juventud, siendo expulsada del convento donde se educaba a los 17 años por “rebelde.”
Antes de que la revolución en el Río de la Plata estallara, en Bolivia, Juana ya había participado de la insurrección de Chuquisaca en 1809 contra la dominación española, habiendo derrocado al presidente de la Real Audiencia de Charcas. Poco tiempo después fue derrotada por el virrey Cisneros quien se decidió a recuperar Bolivia por la fuerza. Pero, como a lo largo de toda su vida, ni la derrota alcanzó a ser demasiado dura para Juana, ni la victoria le duró nunca a los españoles. Apenas comenzada la Revolución de Mayo en Argentina, Azurduy junto a su marido y sus hijos volvió a tomar en parte en las guerras de independencia, esta vez como voluntarios en el ejército Auxiliar del Norte, reclutado desde Buenos Aires, para atacar a los españoles en el Alto Perú.
La guerra se estancó para los patriotas, sufrieron varias derrotas a manos de los realistas, quienes confiscaron las propiedades de Azurduy y la apresaron junto a su familia en varias oportunidades.
Ya 1812, luego de escapar de la prisión gracias a su marido, Juana se unió nuevamente al ejército auxiliar esta vez comandado por Manuel Belgrano. Desde entonces el Juana libró un lucha de guerrillas contra el bando español, siendo derrotada varias veces, siendo victoriosa otras tantas. Varias jinetes la acompañaban en sus cargas, golpeando rápido, llevándose lo que pudiera, derribando algunos enemigos. Nunca eran victorias grandilocuentes, siempre un ejercicio constante y humilde, un trabajo de hormigas, de resistencia casi anónima contra los españoles y contra el relieve del Alto Perú.
Pero también Azurduy tuvo pelea decisiva durante la revolución. En 1816 venciendo en Potosí y en Villar, Juana recibe el rango de teniente coronel del ejército. Belgrano le entrega simbólicamente su sable.
Luego la revolución siguió, por Chile y por mar a darle el golpe final al dominio español, y en el proceso, se olvidó de Juana y todos los que la seguían. El gobierno bonaerense dejó de prestar apoyo a la guerra en el norte y Juana debió retroceder hasta unirse con Güemes. A la muerte de este, luego de más de diez años de luchar por la libertad de los pueblos americanos Juana cae en la pobreza extrema, jamás reparada, apenas asistida vergonzosamente por Simón Bolívar quien le da el grado de coronel para darle una pensión. Dicha pensión, miserable, apenas alcanzaba para comer y le fue quitada luego por lo vaivenes políticos del gobierno de Bolivia.
En 1962, muere en la indigencia, poco antes de cumplir 82 años y es enterrada en una fosa común. Hicieron más de cien años para su reivindicación por parte los gobiernos populares de Argentina y Chile, los cuales exhumaron sus restos dándole mausoleo propio en Sucre y ascendiéndola post mortem al grado de generala del ejército.
En vida fue por partida doble, la mujer que vivió libre y peleó por la independencia, y la gran mancha que cubre los bustos de una revolución ingrata.