Por Leandro Trimarco*
¿Por qué matar a un cura católico que ofrece sus servicios en una villa? ¿Cuál es el peligro que representa una teología que se bate entre el “no matarás” y la vocación de querer cambiar el mundo? ¿Por qué terminar con la vida de una figura que discute incluso con los propios y cuya convicción en última instancia es la no violencia? Sabemos que un grupo esperó al sacerdote Carlos Mugica la salida de su sermón, y que le dispararon con ametralladora junto a su amigo Ricardo Capelli. Sabemos que uno de los atacantes fue identificado como Eduardo Almirón, policía del grupo parapolicial Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) y colaborador cercano del entonces Ministro de Bienestar Social, José López Rega.
Mugica fue trasladado al hospital, pero las heridas recibidas fueron demasiado graves y falleció esa misma noche. No fue labrada un acta judicial. No se citaron a los médicos ni a testigos a declarar. El parte médico y quirúrgico fue inmediatamente borrado. No hubo causa formal hasta el año 2007. Junto al padre Mugica murieron alrededor de veinte militantes sociales de la Villa 31, teniendo en cuenta solo aquellos de los que tenemos alguna noticia.
¿Por qué los mataron? ¿Para qué los mataron?
Una Figura Incómoda
El padre Mugica fue un militante social al mismo tiempo que un predicador católico dentro de la ola reformista que vivió el catolicismo durante la década del 60’ y el 70’. En él confluían los principios del Concilio Vaticano II (un intento por modernizar la doctrina eclesiástica que se mostraba muy conservadora frente a su contexto), las ideas del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo (un movimiento argentino que buscaba vincular a la iglesia con los problemas sociales y políticos de su época) y la práctica cotidiana del sacerdocio en las villas y barrios humildes de la capital y el conurbano. Mugica, de familia acomodada y en principio antiperonista, fue virando hacia la simpatía con los movimientos revolucionarios socialistas y peronista a partir del permanente contacto con los sectores trabajadores, pero también por su enfrentamiento a cielo abierto con los distintos gobiernos militares (practicantes de una violencia que la Iglesia oficial ignoraba) y los gobiernos electos a partir de la proscripción, a los cuales Mugica denunció por su ilegitimidad.
Aquí se abre lo más contradictorio y quizás más interesante de la figura de Mugica: la práctica absoluta de los principios católicos, el “no matarás”, y la búsqueda de la justicia sobre la tierra, el evitar las desigualdades sociales y combatir la tiranía allí donde surja.
A grandes rasgos las religiones abrahámicas plantean que la virtud en esta vida material ofrece la salvación del alma en la eternidad. No es difícil desde esa posición asumir una mirada conservadora de la política en la vida terrenal, dado que lo importante está más allá. En síntesis, no importa si el mundo es injusto, pues los justos al final serán salvos. Por esto la convivencia de los curas villeros con la realidad social de explotación y desigualdad les ofrece una mirada de la realidad que les impide quedar pasivos ante tanta injusticia.
Mugica era una de estas mentes comprometida con los valores cristianos. Salvar el alma, sí; pelear porque el mundo sea más justo, también. Por esta razón este cura que predica la virtud y la justicia es apreciado incluso por los ateos más inconmovibles; y, de hecho, el propio Mugica predicará en los círculos católicos de los movimientos revolucionarios que se enfrentaran a las dictaduras luego del 55’.
Al mismo tiempo, el padre Mugica será un inclaudicable pacifista. Aceptará la violencia armada como forma de lucha contra los regímenes de facto solo en última instancia y mientras no sea posible una salida política.
Esta manera de pensar, no violencia y la búsqueda de un mundo más justo, le hará ganarse la enemistad de la curia de la Iglesia Católica en argentina, tristemente vinculada a los factores de poder entre 1955 y 1983; pero también las críticas de organizaciones revolucionarios, y ni hablar de la derecha argentina, convencida como siempre de que podía arreglar el país a balazos.
El Móvil
La vuelta de Perón y el regreso de las elecciones sin proscripción en 1972, introdujo al peronismo en el poder, pero en un clima de profunda lucha interna entre las facciones más revolucionarias y los sectores reaccionarios dentro del peronismo. Rápidamente, distintos espacios dentro del estado fueron ocupados por los sectores más recalcitrantes del peronismo de derecha, vía exclusión o abandono de la izquierda peronista. Uno de estos casos fue el Ministerio de Bienestar Social, al mando de José López Rega, una figura oscurantista que dirigía una organización parapolicial destinada a asesinar militantes de la izquierda y no tan izquierda, la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina.
El padre Mugica fue parte de este ministerio con el objetivo de mejorar de las condiciones de vida de la población en las villas y barrios de emergencia del área metropolitana de Buenos Aires, y se opuso constantemente al plan de López Rega que eran más simple a su criterio y también más bestial: demoler las villas para expandir el área de negocios inmobiliarios y que una empresa privada se dedicara a construir las viviendas. El plan de Mugica era hacer partícipes a los habitantes de las villas de la confección y construcción de las viviendas con materiales cedidos por el estado. Eso les evitaría vivir en la calle durante el periodo de las obras, y al estado tener que afrontar los costos de la planificación privada.
Sospechamos que este último enfrentamiento con “el brujo” movilizó poco tiempo después su cobarde asesinato en un creciente clima de violencia política.
El Legado
Muerto a manos de la triple A, Mugica se convirtió en mártir de los habitantes que han sido expulsados del sistema, lejos de los colectivos, el agua potable, y las luces, de los últimos entre los últimos. Cura villero, cura de los pobres, marca de ese asunto que el catolicismo conoce, pero no puede, no sabe, no entiende cómo resolver, la injusticia. Convicción de rechazar la violencia aún en un mundo envuelto en un torbellino de intolerancia.
Sus restos descansan en la villa 31 junto a quienes vivió y peleó toda su vida.
De todas sus herencias, la más grande seguramente, la más universal, incluso para quienes no comparten su fe, o ninguna otra, fue la búsqueda de justicia y la solidaridad para con los otros. Cuando le pedía perdón a Dios, una de sus frases decía:
“Señor, perdóname por decirles ‘no solo de pan vive el hombre’
y no luchar con todo para que rescaten su pan.
Señor, quiero quererlos por ellos y no por mí.
Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos (…)”
*Profesor de Historia por la Universidad de Morón