Tanto hay escrito sobre este libro que se me podría tildar de plagiadora o de redundante ingenua. Cualquiera de los dos extremos me ne frega un cazzo diría mi nono italiano. Sólo decir que tomé este libro con cierto temor de encontrarme con un texto hermético en la alusión constante a la cultura pictórica que atraviesa los tiempos pasados y presentes, de esos que nos hacen tomar conciencia de la fuente inagotable de manifestaciones creativas del hombre (como especie) y su mundo, este mundo que desconocemos, que no sabemos dónde empieza y menos dónde termina.
Sin embargo, generó en mí la necesidad de abrir más páginas luego del inicio de primer capítulo, cuento, o estampa que dice lo siguiente:
“A Dreux lo conocí un mediodía de otoño; al ciervo, exactamente cinco años después. Ese primer mediodía había salido de casa con un sol brillante y de pronto, sin aviso, se largó a llover. Llovía como en la Biblia, y en unos minutos las calles angostas del barrio de Belgrano se convirtieron en ríos taimados; las mujeres se apiñaban en las esquinas calculando el lugar más alto por donde cruzar; una vieja golpeaba con su paraguas el costado de un colectivo que no quería abrirle, y en las puertas de los locales los empleados miraban cómo el agua lamía las veredas y se apuraban a instalar las compuertas de hierro que habían comprado después de la última inundación. Yo tenía que pasear a un grupo de extranjeros por una colección privada. A eso me dedicaba y no era un mal trabajo (…) Eran norteamericanos, una pareja de mediana edad, ella de blanco y él de negro, y venían impecables y secos, como si el chofer acabara de retirarlos de la tintorería. (…)
La voz y la mirada de la narradora construye imágenes con palabras que traslada desde una paleta a la hoja que las refleja y las contrapone: luz y sombra; lluvia y personas recién salidas de la tintorería, toque humorístico de un pincel mordaz:
(…) Entramos en una casa que alguna vez había sido un petit hotel (…) Un mayordomo nos llevó hasta el living deslizándose cual anguila entre el mobiliario. Quince minutos después, se abrieron unas puertas corredizas hasta entonces invisibles y apareció la coleccionista. Me miró. La miré. Sin duda ella era mejor que yo en el jueguito de sostener la mirada. Vestía de gris. Alrededor de la boca tenía los frunces de amargura de las mujeres pasados los cuarenta, su nariz aquilina era un arma afilada y sobre su suéter de cachemira llevaba un broche dorado de algún animalito que, por la distancia que mantuvo conmigo durante toda la visita, no llegué a identificar. (…)”
El pincel ahora marca, mide distancias, retrata en posiciones y movimientos, en descripciones, prendas, sonrisas, líneas que limitan, líneas que aquietan “como si un leve movimiento pudiera desbaratar el más delicado equilibrio”
Acerco la uña a la hoja y sigo raspando para encontrar nuevas capas, como en un trabajo de orfebrería, descubro con el éxtasis contagioso que provoca la sutileza con que de la narradora describe (…) “Los yanquis sonreían planos, artificiales y en blanco y negro, como en el rompecabezas de Jorge de la Vega.” Y me detengo en la búsqueda, un cuadro y su autor. Todo esto me sucede en 3 (tres) páginas iniciales del libro que siento infinito en miradas artísticas que se entrecruzan, dialogan, disputan.
Y me voy a otro capítulo, cuento, pintura: Ser “Rapper”.
No puedo copiar todos los fragmentos que me deslumbran, siento la limitación que me caracteriza para seleccionar, siento que todo es un fluir de sensibilidad, un despojo de la racionalidad, una vida que transcurre entre anécdotas que avanzan a través de intervenciones de personajes inventados y cuadros que interpelan esas anécdotas para dotarlas de sentido, para vivirlas al pactar y sumergirnos en la ficción y espetarnos de vez en cuando la realidad:
“(…) El único público que disfruto en los museos son los chicos de escuela primaria. Aunque es un gusto agridulce, porque ni bien los sientan en semicírculo en el piso helado de la sala y una maestra empieza a explicarles la paleta de Velázquez sus caritas se tiñen de un verde azulado y las ojeras se les pronuncian como zanjas oscuras. “¡Deténganse!”, gritaría. Mal administrada, la historia del arte puede ser letal como la estricnina.
Lo que yo deseaba corroborar era si estaba viendo visiones o no. (…) quería un testigo, porque de golpe estaba convencida de que la chica del cuadro era igualita a mí. Así era yo a los once años, los ojos separados, helados como la punta de una aguja, la carita de mal humor, la quijada jactanciosa. (…) La seducción de reconocerme fue clave, no voy a negarlo, esa chica me provocaba infinitos sobornos de ternura quería correr a abrazarla. Sé que las razones por las que me acerqué a esta pintura no pasarían un examen de la academia esa casa de los espíritus donde el mayor miedo es escapar, pero de última, ¿no son todas las buenas obras pequeños espejos? ¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta “qué está pasando” en “qué me está pasando”? ¿No es toda teoría autobiográfica?
Miles de mundos habitan este libro, miles de historias se abren a través de cada mirada. A esto me gusta llamarlo literatura. La escritora Mariana Enriquez nos adelanta en la contratapa:
“Entre la autoficción y las microhistorias de artistas, entre las citas literarias y la crónica íntima de una familia, su pasado y sus desdichas, es un libro insólito, hermoso, en ocasiones delicado y a veces brutal”.
No es necesario saber de arte para profundizar en el texto, tal vez la invitación a husmear en los cuadros, sea simplemente un recurso para adentrarnos en la autoficción.
Ficha Técnica
- Autor: Maria Gainza
- Editorial: Anagrama
- Año: Primera edición impresa en Argentina 2018.
- Páginas: 159
- Idioma: Español