Juan empezó a preparar el fuego poco después de las seis de la tarde. Hizo unos bollos de papel con un diario que encontró tirado en la calle y los cubrió con un cajón de manzanas que le habían dado en la verdulería. Apoyó una bolsa de carbón arriba del cajón y encendió los papeles con un fósforo. Así le había enseñado a hacer fuego su abuelo.
Su padre era de los que compraban el asado hecho en la rotisería, cosa que indignaba al abuelo porque era un hombre de campo: mataba, faenaba y cocinaba su propia comida. En el 2002 tuvo que vender su chacra y mudarse a la ciudad, donde le tocó ver cómo su hijo se dejaba seducir por las comodidades de la vida porteña.
Mientras el fuego se alimentaba del cajón y tomaba fuerza para convertir el carbón en brasas, Juan se sintió como un hombre primitivo, maravillado por las llamas y el prodigioso calor, y la voracidad de un poder contenido que podía consumir cualquier cosa que tocara.
Claudia salió al patio para avisarle que iba a comprar unas cervezas, algo de pan y tomate y lechuga para las ensaladas.
― ¿Querés que vaya con vos? ―le preguntó Juan.
―Me voy a encontrar con mi hermano y Lucía en el supermercado porque ya están llegando. Vos ocupate de la parrilla.
Un rato después, sonó el timbre. Juan agarró la plata que ya tenía preparada en la mesa del living y abrió la puerta.
―Buenas tardes ―le dijo a un tipo grandote que esperaba en la vereda.
―Acá lo traigo ―dijo el tipo.
Llevaba el lechón bajo el brazo, como si fuera una pelota de fútbol. Lo apoyó en el piso y el animal salió corriendo hacia el interior de la casa.
Juan lo miró sin comprender lo que pasaba.
―Pero… está vivo. ¿Lo vas a matar acá?
―No, no, no ―dijo el tipo con tono molesto―. El precio que acordamos es por el lechón vivo. ¿Qué creías, que lo cobro más barato porque soy un gil? ¿Vos me ves cara de pelotudo?
―Nooo. No me esperaba esto, sinceramente. ¿Te puedo pagar más por uno muerto o por matar a este?
―Lo arreglamos así, como te lo traje; el resto está todo vendido. Pagame, así puedo seguir con el reparto.
Juan le dio la plata sin decir nada más, resignado.
Entró en la casa y buscó al lechón, no lo encontraba por ningún lado. De pronto apareció caminando en el living, venía del lado de las habitaciones.
Agarró al lechón y lo llevó al patio. No pudo imaginarse quebrándole el cuello, golpeándole la cabeza con un martillo ni acuchillándolo. Pensó en su abuelo, que mataba animales todos los días. Pensó en Fierro y en Cruz en plena faena. Pensó en los sacrificios a los dioses del Olimpo. Y supo que no sería capaz de asesinar al lechón. Mientras tanto, el animal jugaba con el gato de los vecinos.
Claudia llegó con Daniel, su hermano, y Lucía, su cuñada. Juan estaba tomando un fernet en el living.
― ¿Y el lechón? ―preguntó Claudia― ¿Todavía no lo trajeron?
―Está en el patio ―dijo Juan.
Claudia acomodó las cosas en la cocina y salió a verlo junto con Lucía.
― ¿Qué partido se juega hoy? ―preguntó Daniel.
―Vélez y Estudiantes ―dijo Juan.
Daniel no sintió ningún interés, típico de partido de viernes.
― ¡Está vivo! ―gritó Claudia.
Daniel abrió los ojos, sorprendido, y salió al patio para ver de qué hablaba su hermana. A los pocos segundos, le pidieron a Juan que saliera para que diera explicaciones.
―El tipo me dijo que el precio que arreglamos era por el lechón vivo y era demasiado intimidante como para discutir con él.
― ¿Qué vas a hacer ahora? ―preguntó Lucía, que estaba bastante más divertida que el resto.
―No sé.
― ¡Matalo! ―gritó Daniel.
―No puedo. No me animo.
El lechón los miraba con cara de perrito. Daniel bufó.
―No me voy a quedar sin comer; lo hago yo. Necesito un martillo y algo para cubrir el piso.
Juan ni se movió, estaba abatido. Claudia buscó la caja de herramientas y un mantel viejo.
―Tené cuidado si caminás por el fondo porque me parece que cagó por ahí ―dijo Juan.
―Buenísimo ―respondió Daniel― ¿Tenés algo más para agregar?
―Creo que no ―dijo Juan y se encogió de hombros.
Extendieron el mantel en el piso mientras el carbón crepitaba como si el fuego deseara alimentarse del lechón.
Daniel agarró al animal y lo sujetó entre sus brazos. Estaba por envolverlo con el mantel cuando Lucía lo detuvo:
―No quiero ver esto ―dijo y se fue adentro.
Claudia la siguió. Juan trató de quedarse en el patio, pero, en cuanto Daniel tuvo el martillo alzado, se metió corriendo en la casa con los ojos cerrados.
Los tres trataron de pensar en otra cosa, fueron a la cocina para preparar las ensaladas. Afuera no se escuchaba nada. El silencio era atroz, como si todo hubiera muerto. Después escucharon chillidos agudos, fuertes, ruidosos. Lucía se agarró la boca y a Claudia le bajó la presión. Juan fue al living y miró el patio sin ver hacia afuera, parado frente a las cortinas.
La puerta se abrió y entró Daniel riéndose. Claudia y Lucía salieron de la cocina para ver qué pasaba.
― ¿Se asustaron con los chillidos?
― ¿Qué pasó? ¿Lo hiciste? ―le preguntó Juan.
―No pude, che ―respondió mirando hacia un costado―. Es imposible hacer algo así.
Lucía lo abrazó, aliviada. Tal vez no habrían vuelto a ser los mismos si lo hacía.
Los últimos en llegar fueron Damián, el hermano de Juan, y su novio, Ernesto.
― ¿Cómo va el lechón? ―preguntó Damián.
―Ahora está durmiendo, le pusimos un mantel al lado de la parrilla para que se acueste.
Fueron al patio para verlo. Damián y Ernesto eran veganos. Hicieron tiempo para no presenciar el ritual de la carne cocinándose. Jamás pensaron que la iban a encontrar tan… cruda.
Ernesto abrió las bolsas en la cocina.
―Tenemos chorizos de tofu, vacío de seitán, hamburguesas de lentejas y brochetas de verduras ―dijo.
Pusieron todo en la parrilla y salvaron la cena.
El lechón olfateaba debajo de la mesa buscando migas y restos de comida. Ernesto le tiró un pedazo de pan.
―No le des eso porque le puede hacer mal ―dijo Claudia.
― ¿Qué come un lechón? ―preguntó Damián.
―No sé, vamos a tener que preguntárselo al veterinario ―dijo Juan.
*Hernán D’Ambrosio nació en General Rodríguez (Argentina) en 1985. Es Profesor de Letras. Escribió las novelas Cosas que pasan (2013), Sutra de Buenos Aires (2015) e Imagen y semejanza (2018), y los libros de poesía Singing in the brain (2010) y Una cosa que empieza con P (2018). También es autor de la novela web Hyperville (2012). Coordina grupos de lectura y escritura desde el 2012. Sus cuentos circulan por la web en distintas revistas.