Por Leandro Trimarco*
Hacia 1823 la hegemonía del Imperio Español sobre América cesaba definitivamente. Los reyes ya no podían mantener el esfuerzo militar de controlar una región que habían administrado desde tres siglos atrás a sangre y fuego. Francisco de Miranda, Simón Bolívar y José de San Martin vencieron militarmente en cada rincón del cono sur y dieron un cierre a la larga crisis del dominio monárquico.
En el proceso, la revolución de la que había sido punta de lanza agonizaba por las propias contradicciones y las luchas internas para imponer modelos de sociedad y países diferentes. Antes incluso de que cayera el último bastión español ya comenzaba la guerra civil en la Provincias Unidas. Pudo ser ese el final antes del principio: el día que el director supremo Alvear ordenó a San Martín, por entonces gobernador de cuyo, utilizar al naciente ejército de los andes para reprimir a los caudillos del interior que no se sometieron a las ambiciones del puerto de Buenos Aires. Muchos otros dijeron que sí. El general miraba más alto, posaba su vista más lejos.
Incluso sus enemigos usaron su efigie como prócer, porque todos aman la victoria. Pero no fue su suerte en el campo de batalla, lo único que todos podemos narrar sin incomodarnos, la verdadera medida de su carácter.
José de San Martin se paraba frente a los hombres a la misma altura, les hablaba a ellos solamente, ni a su origen ni a su color de piel. Esta mancha liberal se le había impregnado en Europa donde las ideas igualitaristas de la revolución francesa eran populares entre los jóvenes quienes querían traerlas a América. Los políticos ilustrados del puerto, sobre todo, escribieron y hablaron en este tono, aunque rara vez lo practicaron. Esto distinguía a Don José quien podía moverse entre gauchos, negros, mulatos, indígenas, pardos sin sentir tocada su dignidad de hombre blanco. Los pehuenches debatieron con él. Los gauchos y los nativos lo siguieron a la guerra con esperanzas de libertad y venganza contra los españoles. Nadie era menos que nadie cabalgando al lado suyo. De las huellas de sus botas afloraron nuevas manos para la independencia que buscaban los idealistas, y una mejor situación los pisoteados de toda la vida. Ese ejército hubiera muerto por las órdenes de los patricios americanos, o fusilados por desobedecerlas. Junto a Don José murieron por otras razones más grandes y difíciles de entender. Con igual intensidad vivieron. He aquí una primera diferencia fatal entre el libertador y el resto de los patricios. A los últimos había que seguirlos o enfrentar las consecuencias. Pero los soldados deseaban marchar junto a Don José.
La otra enorme diferencia era política: el afán de crear un poder central que no compartiera los recursos del puerto con las provincias era algo muy parecido al dominio colonial que San Martin combatió hasta el final. Peleó por la libertad de esa ciudad que desconfió siempre de su lealtad, porque confundía sus intereses privados con los de toda América. No pocas veces, San Martín manifestó su acercamiento a los principios federales para horror de los unitarios y liberales portuarios. Sin embargo, la verdadera diferencia estaba en su práctica política.
Es una triste tradición entre los militares argentinos una cierta miopía política, la idea de que la sociedad puede ordenarse detrás de principios de disciplina militar, y peor aún, que el uso de la fuerza puede resolver siempre los conflictos políticos. El general Lavalle, fusilador irresponsable, “la espada sin cabeza” será la culminación de esta tosca mentalidad, que es ejecutada por militares, pero hecha propia por los civiles. San Martín se apartará de la tentación de resolver el mundo a sablazos y nunca se lo perdonarán los patricios de Buenos Aires y más allá. Esta manera de ser lo alejará de la guerra interna por el poder a la cual tal vez habría aportado su destreza, pero no una solución.
Luego de terminada la guerra contra España el ímpetu de la revolución estaba apagado y comenzaba el período de guerras internas. San Martín volvía a Mendoza en 1823, luego de ser victorioso en Chile y Perú, y después de haber cedido el mando a Simón Bolívar de la campaña continental. No le quedó enemigo por derrotar. Llevaba consigo el recuerdo de más de una década de luchas y viajes por los Andes. Pero al volver se encuentra con lo peor: un grupo de dirigentes sin memoria, sin perspectiva, sin discernimiento, y con una idea del destino manifiesto donde no había más política que la de ellos. La historia que ellos mismos contarían después sería muy indulgente con estos personajes. En esta columna diremos simplemente que, al lado de Rivadavia, Del Carril, Lavalle, un político como Mauricio Macri casi parece competente.
Al llegar a Cuyo todos recordaban la desobediencia contra Alvear, pero no la campaña de independencia. Esta memoria selectiva ponía a San Martín del lado de la barbarie y como un presunto conspirador y agitador del orden… orden que ni hubiera existido sin sus servicios.
Cuando el general solicitó permiso para volver a Buenos Aires para velar por la salud de su esposa enferma, el secretario del gobernador Martín Rodríguez, Bernardino Rivadavia, le negó el paso con argumentos basados en la seguridad, la república y coso. ¿Quién podía atentar contra San Martín en tierras bonaerenses sino los mismos unitarios? ¿Cómo podía ser un agitador San Martín si él mismo se había opuesto a resolver la guerra interna por las armas? ¿Cómo podía ser un traidor el hombre que peleó contra los ejércitos realistas? ¿Traidor contra quién? ¿En qué consistía su traición? Tal era el estado de la política en la década de 1820: las figuras que luego inauguraron la tradición de tomar deuda como si fuera cocaína, que resolvían fusilamientos sin juicio ni pudor, que coqueteaban con un protectorado británico en el Río de la Plata, esos mismos levantaban sospechas de traición contra José de San Martín. Su primer gran crimen consistió en demorarlo lo suficiente como para que no pudiera ver a su esposa una vez más antes de su fallecimiento ese mismo año.
Poco tiempo después, decepcionada y reticente, San Martín abandona Buenos Aires junto a su hija y parte hacia Francia, convencido de que la lucha entre unitarios y federales sólo se resolvería con la aniquilación de uno de sus bandos. No se equivocaba.
Su exilio fue la demostración más grande de la ingratitud con la que el país naciente pagaba a todos sus héroes.
Ya en Europa Don José vivió junto al mar en Escocia, luego en la ciudad de Bruselas, finalmente sus últimos días en París. No dejaba de pedir noticias de la suerte de las Provincias Unidas mientras reflexionaba acerca de los principios educativos que le inspiraba su hija.
No hubo destrato suficiente como para divorciarlo de su tierra natal. El jinete tan mal recompensado se moría por volver a su tierra aún después de ser marcado como traidor. Las noticias de la guerra contra el Imperio Brasileño lo hacían saltar de la mesa, lo inquietaban como si no sintiera la vejez ni la distancia. Lejos, al otro lado del mar, ofreció por carta sus servicios a su nación, por nada si era preciso, pero con la única condición de la renuncia de Rivadavia, su reverso exacto, quien luego de irse del país del que tanto había abusado se fue echado por incompetencia y pidió nunca volver. Al final, Manuel Dorrego ganó la guerra en el campo de batalla y los unitarios regalaron el triunfo tomando té a espaldas de todo el mundo.
En 1829 San Martín intentó por última vez volver, pero el fusilamiento cobarde de Dorrego a manos de Lavalle, agitó aún más la guerra civil. “La espada sin cabeza” había derrocado al gobierno bonaerense pero no podía sostener su victoria. Por eso invitó a San Martín a ocupar el cargo. La respuesta fue simple: “El general San Martín jamás desenvainará su espada para combatir a sus paisanos.” Y casi que le faltó agregar “a diferencia de otros que no voy a nombrar.”
Ya no volvió a Buenos Aires en vida. Dedicó sus últimos años a su familia y no dejó nunca de devorar cualquier noticia proveniente de América. Se aseguró en su testamento de distribuir sus bienes entre su familia. Pidió como último deseo que su corazón volviera a Buenos Aires. Legó su sable corvo a Juan Manuel de Rosas por su defensa de la soberanía contra Francia e Inglaterra, insulto final a los unitarios y su política de patas cortas, y prueba de que el libertador estaba exiliado solo en cuerpo. Terminados sus asuntos en el mundo, el 17 de agosto de 1850, en una pieza alquilada cerca del mar, en Boulogne sur Mer, Francia, en compañía de hija, su yerno y sus nietos, terminaba la edad de los héroes, San Martín pasaba a la inmortalidad.
*Profesor de Historia por la Universidad de Morón