Tres mujeres que buscan el sentido al amor y descubren la construcción paciente de la libertad de vivir más allá de los mandatos sociales que el contexto impone. Tres novelas breves: Beni, Leonilda y El tren que nos lleva, que Pía Bouzas y Eduardo Muslip encontraron en un placard del departamento de Hebe Uhart mientras estaba internada en 2018 cuando buscaban, a pedido de la autora, libros destinados al personal de salud que la cuidaba durante su convalecencia. La decisión de su publicación pasado un tiempo del fallecimiento de la autora, responde a las características que presentan las novelas: materiales revisados por Hebe, construcción de personajes a partir de la escucha de un lenguaje oral que ofrece vidas y acciones particulares, la aparición de experiencias autobiográficas reelaboradas a través de la ficción; y anécdotas y personajes que se emergen también en otros tramos de su obra.
Con ironía, humor y esa forma de insinuar sin decir explícitamente, aparecen historias relacionadas con la dictadura, personajes rurales, comunes, desplazados; y también inmigrantes que hacen a esa diversidad cultural que caracteriza nuestra composición social, nuestra “argentinidad”.
Tres mujeres en distintas situaciones y con diferentes conflictos, mantienen un estilo en las voces que habitan las historias, voces que atraviesan vivencias desde lo más doloroso a lo intermitentemente divertido, con giros resonantes en nuestro bagaje discursivo propios de los diálogos que construyen las identidades de los personajes.
El amor es una cosa extraña en cada historia, en la pareja, en las relaciones familiares, en las respuestas que provoca la conversación, en la filosofía para interpretar las acciones cotidianas, los dichos, los sentidos y sentimientos:
“(…) Luisa fue al baño; él seguía tirado en la cama. Cuando pasó cerca de él, evitó mirarlo; volvió a la vida de Epiménides; no decía en el libro lo que había visto en el reino de la verdad y la justicia; le dio bronca contra Epiménides: a lo mejor no había visto nada, era un impostor o había visto alguna estupidez. Cuando fue a hacerse un café, rompió una copa. (…) Después de un tiempo, Luisa lo encontró de casualidad por la calle. Ella llevaba siempre desde hacía un tiempo una bolsa con carpetas y a veces libros. Quién sabe por qué, no le gustó del todo que él la viera con la bolsa, era como si en su vida no hubiera ninguna novedad, ateniéndose a lo que decía Oscar Wilde: “Uno debería ser un poco imprevisible”. (…) En Beni, pág.39/40
“(…) Yo los otros días le pregunté a Ian por qué hay gente que toma sin asco y no puede parar. (…) Yo le pregunté a Ian por los que toman desde la mañana temprano, después van empalmando hasta la noche y muchas veces no se duermen para tomar y después no pueden dormir del desvelo que les da tanta botella. Y Ian me respondió algo de lo que no estaba anoticiada: tienen una sed que los carcome por dentro y nada les basta, la sed los puede. Si el mar fuera de vino, se lo tomarían entero. Les entra a picar el bicho de la sed y cuando ya no los para más nadie, es que entran a perder los trabajos y a hacer papelones. Y Ian me dijo que muchas veces esos bebedores –él no dijo borrachos, dijo bebedores- son huérfanos o la madre no sabía colmarlos y todo esto va a cuenta de Antonio. Yo entré a percatarme que tomaba mucho y se lo dije. (…)” En Leonilda, pág. 75
“(…) Cuando entré al colegio secundario, entré también en el anonimato; una jefa de celadoras de 1,50 m de estatura paralizaba en el patio del recreo a más de mil chicas: nos decían señoritas. (…) También padecíamos o gozábamos del anonimato en el tren que nos llevaba y traía de la escuela; recién al año siguiente visualizamos una barra de varones que se tiraban los libros por la cabeza. Nos gustaba uno de ellos, a todas el mismo. Pero en el pueblo donde yo vivía no existía el anonimato. Enfrente de mi casa estaba el almacén y los almaceneros eran totalmente identificables. El viejo era malhumorado, bizco y desconfiado. Su mujer, gorda y alta, tenía siempre la boca abierta para sonreír y saludar. Era una mujer de campo y debía estar agradecida por la sociabilidad que le ofrecía el almacén. (…)” El tren que nos lleva, pág. 133
“(…) Ya no caminé más por el pueblo y sus confines porque entré en la facultad: caminaba por la calle Florida. (…) En primer año vi que al final de los programas se hacía mención a la bibliografía obligatoria y creí que debía comprar todos los libros que estaban en ella. Entonces compré como cinco libros de Baudelaire, uno de ellos era sobre la correspondencia con su padrastro; él siempre le pedía que le mandar plata. Cuando le cortaba los víveres, insultaba y recordaba, de vez en cuando, que él era un artista y merecía más el dinero que todos esos burgueses estúpidos de su familia. Esa lectura me causó mala impresión: yo esperaba algún gesto de simpatía por el padrastro, alguna disculpa por los insultos, pero no. Sin embargo, pese a reprobar a Baudelaire, algo me debió quedar pegado de todo eso, porque empecé a pensar que la vida en mi casa era muy chata. Mi papá se había jubilado y se puso a plantar tomates –era la primera vez en su vida que agarraba una pala- y estaba tan contento con sus productos como si sacara oro. Yo decía “qué bien” de compromiso ante un tomate gigante pero pensaba, mientras leía Temor y temblor de Kierkegaard: “Mi papá desconoce los resortes profundos de la vida y mi mamá actúa como si eso no sucediera”. Y me movía en mi casa como si hubiera un peligro latente en el hecho de que la vida transcurriera de esa manera. (…)” El tren que nos lleva, pág. 143.
Variedad de voces, contextos y situaciones que viven tres mujeres en las que tal vez nos reconocemos.
FICHA TÉCNICA:
- Hebe Uhart: El amor es una cosa extraña
- Trilogía de las novelas inéditas: Beni, Leonilda y El tren que nos lleva.
- Edición al cuidado de Pía Bouzas y Eduardo Muslip
- Adriana Hidalgo Editora
- Enero de 2021
- 171 páginas