Por Leandro Trimarco*
Apenas iniciada, la dictadura militar de 1976, autodenominada Proceso de Reorganización Nacional, comenzó un formidable operativo conjunto entre todas las ramas de las Fuerzas Armadas para perseguir y eliminar a todos los opositores al régimen, fueran estos políticos, sindicalistas, estudiantes, periodistas.
En pocos meses se desplegaron cientos de centro clandestinos de detención y tortura con el fin de alojar a todos prisioneros del terrorismo desplegado desde el estado. Estas personas eran sometidas a meses de cautiverio y torturas para que dieran nuevos nombres, falsos o no, que alimentaran con más detenidos la maquinaria represiva. Toda la población era sospechosa, todo el mundo podía ser o conocer a un “subversivo».
Esta última palabra es clave para entender la justificación posterior que los militares y sus socios civiles dieron a tanta depravación y tanta sangre. Según su propio relato paranoico eran las fuerzas armadas quienes venían a poner orden y seguridad en contra de los movimientos revolucionarios que ponían en jaque al capitalismo argentino y a los valores morales cristianos occidentales. Esta fundamentación, luego conocida como “teoría de los dos demonios”, equiparaba el poder de fuego de ERP, Montoneros, PNRT, entre otras, con el de las Fuerzas Armadas. Inventaba un enemigo equivalente y poderoso que podía darle fin a la sociedad argentina como era conocida.
A las acciones revolucionarias ilegales, la dictadura oponía una represión legal de los subversivos por ser enemigos del país, pero también a cualquiera vinculado a ellos por el peligro de contagio de estas “ideas exóticas”. Algo habrán hecho.
Así se construyó la necesidad de restablecer el orden, la justificación de la represión y la “guerra sucia.” En este relato, el proceso abierto desde el derrocamiento de Perón en el 55’, la proscripción política por parte de las fuerzas armadas, la caída de las condiciones laborales, las razones por las que surgen los movimientos armados, no existen. La teoría de los dos demonios solo existe allí donde puede crearse un vacío en la memoria. Pero al final el día es una mentira: estratégicamente pensada, sutil, atractiva, fácil de usar y de creer para quienes no desean ver la infamia tras el régimen. Pero como toda mentira se vuelve inútil frente a los hechos desnudos.
La Noche de los Lápices
El 16 de septiembre de 1976, un grupo de tareas llevó adelante una serie de secuestros de estudiantes de escuela secundaria en todo el país con el fin de reprimir a la militancia estudiantil y cualquier posibilidad de activismo político en las escuelas. El verdugo a cargo de llevar adelante el operativo contra estos formidables y peligrosos subversivos fue Ramón Camps, un coronel del ejército que asumió el mando de la policía y cuyo prontuario incluye el secuestro de la familia Graiver, el caso Timermann, torturas, robo de niños, un número aún desconocido de asesinatos y la promoción del antisemitismo.
Fiel a su misión civilizadora se encargó de supervisar y ejecutar el secuestro y psoterior tortura de más de 300 estudiantes en distintos lugares de la Argentina, entre ellos Claudia Falcone (16 años), Francisco López Muntaner (16 años), María Clara Ciocchini (18 años), Horacio Ungaro (17 años), Daniel Racero (18 años) y Claudio de Acha (18 años), quienes hasta el día de hoy siguen desaparecidos. A este crimen planificado se lo llamó más tarde «la noche de los lápices.»
Por supuesto, la excusa de este acto heroico en defensa de la patria fue que estos criminales adolescentes tenían vínculos con organizaciones guerrilleras y que por lo tanto sus propias agrupaciones eran en caldo de cultivo de militares revolucionarios profesionales. por ende, era menester eliminarlos, aunque nunca hubieran participado de acciones políticas que no fueran pacíficas. Es así: hoy es una marcha en defensa de la educación secundaria, mañana es un comando guerrilla.
Lo cierto es que, con la responsabilidad de proteger a la nación, Camps y sus subordinados se encargaron de torturar a los jóvenes secuestrados en diferentes centros de detención para luego derivarlos a un lugar desconocido de donde no volverían nunca. En boca de los represores fue para proteger a la patria y así harían olvidar muchos que posteriormente pensarían en este crimen como un acto desmedido de represión contra el reclamo por el boleto estudiantil y no como la búsqueda sistemática de despolitizar a sangre y fuego, y erradicar la militancia que realmente fue.
Son dos las mentiras que debemos desterrar de la historia para poder ver el pasado en su complejidad y hacer honor a la memoria. La primera: no hay dos demonios. Hubo una alianza cívico militar sin más horizonte que el exterminio del otro. La sociedad habría sido su víctima, aunque no pudiera echar mano de la guerrilla como excusa. La segunda: los militares no eran una fuerza que se excedió en la represión, la contracara de movimientos armados descritos como brutales y equivalentes. No hubo ningún error. No fue un caso solo de violencia, sino sobre todo de violencia política. Con o sin boleto estudiantil, la política en la juventud era enemiga jurada de un régimen que venía a poner fin a cualquier disidencia.
Los jóvenes asesinados el 16 de septiembre de 1976 no murieron por una protesta. Fueron asesinados por tener ideas políticas. El día del estudiante secundario busca hacer memoria por ellos, en una lucha intergeneracional contra el olvido y contra los perpetradores, y contra la mentira que usaron para matar dos veces a sus víctimas.
La memoria que hoy ejercemos es testigo del fracaso de los represores, hacedores de tanta infamia inútil. Pasados ya 46 años, los lápices siguen escribiendo…
*Profesor de Historia por la Universidad de Morón