La encomienda llegó a la hora que prometía la app. Eran dos cajas: una pequeña, del tamaño de una cabeza, y una grande como el cuerpo de un niño de doce años. Pensé que no podría cargarlas sola y que mis padres tampoco estaban en condiciones de levantar ese peso. Más tarde comprobé que solo podían mover cosas de menos de diez kilos. Calculé que la caja grande pesaría unos cuarenta kilos. El mensajero interrumpió mis cavilaciones, me preguntó dónde quería poner las cajas y le dio dos palmadas a la más pequeña, lo cual me molestó muchísimo.
― ¿Dónde se las dejo, doña? ―dijo y le dio dos golpes a la parte de arriba de la caja.
Le señalé la mesa del living, que estaba tan solo a tres metros de la puerta.
― Ahí, al lado de la mesa ―dije.
Sin bajarlas del carro, las llevó hasta donde le pedí. Apoyó la caja pequeña sobre la mesa y dejó la más grande en el piso. Vigilé todo lo que hacía sin moverme de la puerta. Cuando terminó, regresó a donde yo estaba. Le firmé la recepción para que se acreditara la totalidad del pago: los últimos pesos que tenía ahorrados y la plata del crédito hipotecario. Se fue sin propina. Ni siquiera lo saludé.
Fui a la cocina y me serví una copa de vino tinto. Prendí un cigarrillo y lo fumé lentamente. Volví al living con la copa en la mano. Tomé la mitad en un solo trago. Me quedé parada, apoyada en el marco de la puerta de la cocina, mirando las cajas. Adentro de ellas estaban toda mi desdicha y la última oportunidad de ser feliz.
Tomé lo que quedaba de vino y apoyé la copa sobre la mesa. Abrí la caja más chica. Contenía una postal funeraria de mal gusto y la urna que había elegido en el catálogo de la app. En un pequeño recipiente estaban los restos de mi hijo Gastón, excepto el cerebro y la médula.
Saqué la urna y la llevé hasta la caja fuerte, donde también estaban las urnas de mis padres y más tarde guardaría la de mi ex marido.
Volví al living y abrí la caja grande. Arriba, en una bolsa pequeña, estaban el manual y el cargador. Había un cartón más, de protección; al sacarlo vi la nuca, el pelo castaño, la remera que le compré en la Ciudad de los Niños.
“Levante agarrando por las axilas”, decía la caja. Un dibujo mostraba a un tipo azul agarrando a uno rojo que estaba en posición fetal. Metí las manos adentro de la caja y llegué hasta las axilas. El tacto de la piel de los brazos se sintió raro, demasiado frío. Levanté el cuerpo. No era tan pesado como suponía. Lo saqué de la caja y pateé el cartón para no tropezarme. Lo senté en una silla y su torso cayó sobre la mesa. Quedó tendido, con la cabeza cubierta por los brazos, como cuando Gastón se enojaba conmigo. Suspiré.
Los nuevos modelos se adaptaban al desarrollo de los niños. Un año antes, solo podían devolver ancianos y, en menor medida, adultos.
Era idéntico a Gastón. Tenía su ropa, su tamaño, sus rasgos. Me daba escalofríos y no quería encenderlo. Una vez que se encendía, era recomendable no apagarlo porque podía borrarse toda la memoria. Encenderlo era algo demasiado definitivo, una decisión irreversible.
Mis padres aparecieron en el living completamente recargados. Estaban vestidos para salir a caminar.
Le pregunté a mi papá si había llegado al cien esta vez. Y le pregunté a mi mamá si el cable nuevo se desconectaba como el viejo. Estaban bien, no tenían problemas.
― Encendé a Gastoncito, así lo saludamos antes de salir ―dijo papá.
Mamá se dio cuenta de que me pasaba algo.
― No sé si quiero hacerlo ―dije.
― Con nosotros no dudaste ―dijo mamá.
― Fue diferente. Su último recuerdo era que estaban dormidos. Lo de Gastón es distinto, se va a acordar del accidente o, no sé, capaz que tiene amnesia.
― Si llegaste hasta acá es porque no tenés planeado retroceder ―dijo mamá―. Tomate el tiempo que necesites, pero hacelo.
― Tal vez sea mejor que lo hagamos los tres ―dije.
Saqué el sticker de la base del cráneo. 100% recargado, decía. Listo para usar, decía. Apreté con la punta de un alfiler el agujero que había en el centro de la cabeza y lo mantuve presionado durante diez segundos, como indicaba el manual.
El primer movimiento fue un espasmo. Se escuchó un sonido de sistema operativo, y se incorporó abruptamente.
― ¿Qué pasa? ―gritó― ¿Dónde estoy? ¡Cuidado con el camión, papá! ¿Dónde estoy? Me duele todo. ¿Por qué nadie nos ayuda? No puedo moverme. Papá no se mueve. ¡Papá!
Siguió repitiendo los últimos recuerdos de Gastón y se puso a llorar. Tuve náuseas y me sentí mareada. Agarré la copa y el manual y me fui a la cocina sin decir nada.
Escuché que mis padres se acercaban a él. Los imaginé sonriéndole, abrazándolo.
― ¿Qué pasa, Gastoncito? ―dijo papá.
Me serví otra copa de vino y la tomé en dos tragos rápidos. El manual decía que el llanto era una respuesta normal, no solía provocar daño, aunque, con el tiempo, podía tapar algunos circuitos. Su llanto no me había conmovido y todos los recuerdos solo me hacían sentir que había perdido a mi hijo.
Volví al living. Mis padres le explicaban lo que pasaba. Gastón lloraba mirando al piso, como cuando no le gustaba lo que le decían. Levantó la cara y me miró con las mejillas rosas, con un efecto similar al de la irritación en la piel.
― ¿Mamá? ―me preguntó.
― Sí, hijo, acá estoy ―le dije y corrí hacia él para abrazarlo.
**Hernán D’Ambrosio nació en General Rodríguez (Argentina) en 1985. Es Profesor de Letras. Escribió las novelas Cosas que pasan (2013), Sutra de Buenos Aires (2015) e Imagen y semejanza (2018), y los libros de poesía Singing in the brain (2010) y Una cosa que empieza con P (2018). También es autor de la novela web Hyperville (2012). Coordina grupos de lectura y escritura desde el 2012. Sus cuentos circulan por la web en distintas revistas.