Por Leandro Trimarco*
En la madrugada del 30 de mayo de 1872, una huelga de estudiantes y sindicatos en la ciudad de Córdoba se organizó espontáneamente para enfrentar la represión del gobierno de Juan Carlos Onganía, que se disponía a tomar la ciudad con personal del ejército y la policía, bajo la premisa de no ceder un centímetro ante la presión de las masas populares.
Los huelguistas se atrincheraron en las calles y, apoyados por la población, repelieron a las fuerzas represivas y sus metrallas hasta la mañana del día siguiente. Un sector del ejército le quitó su apoyo al dictador y desistió de apoyar la represión con refuerzos de infantería. Al poco tiempo, y viendo su autoridad minada dentro de la propia fuerza, Onganía presentará la renuncia.
Córdoba peleando con apenas lo puesto, con un amplio número de heridos y víctimas, hizo volar por los aires el proyecto político de una figura que aspiraba a ser el general Franco de Latinoamérica.
Fue el punto álgido en una serie de estallidos sociales que expresaron el malestar social contra la falta de democracia, pero también contra la explotación del capitalismo argentino.
Solo la dictadura sangrienta que sobrevino a la caída de Isabel Perón pudo, a base de muerte y tortura, contener por un tiempo el conflicto social que aun late en sociedad argentina que se niega al destino de pobreza que las elites han planeado siempre para ella.
A este cachetazo a la vulgar explotación y al reclamo de sumisión de las élites se lo conoció como el Cordobazo, y su ruido sigue haciendo eco en la sierra.
Un mundo que cruje
El capitalismo puede mostrarnos una cara virtuosa o bien sus miserias. No es otra cosa que un modelo de pensamiento que busca el mayor beneficio posible. Nada tiene que ver con la ética, la justicia, o el desarrollo humano. En ciertos momentos de la historia este sistema nos ha mostrado aspectos positivos siempre como efecto inesperado de la búsqueda de ganancia o la competencia con otras filosofías. Ahora bien, terminada esa competencia, acabadas las circunstancias que requieren inversión y reparto de la riqueza, nos queda el modelo caníbal que experimentamos actualmente: una ideología donde se compite por la distribución de vacunas o armas sin pensar en las consecuencias humanas. Allí, donde la intransigente búsqueda de la ganancia se choca contra la dignidad humana aparecen los sociales.
El Cordobazo es uno de los más resonantes en la tradición de las luchas populares argentinas: luego de los años del peronismo, el capitalismo argentino busca adecuar la mano de obra a sus expectativas de ganancia, barrer con los derechos laborales alcanzados y fundar una nueva ética de trabajo donde no se cuestionará a la autoridad del patrón. Este capitalismo argentino nacido de las elites agropecuaria e industrial era tan democrático como los gobiernos que sostuvo hasta el regreso de Perón. No escatimó esfuerzos para reprimir a los sindicatos, pero también a cualquier otro actor que disputará en el terreno político la posibilidad de otra forma de vida.
Los gobiernos de Frondizi e Illia le daban cierto maquillaje electoral a la etapa inaugurada luego del golpe del 55′, pero no alcanzaron a apagar las movilizaciones sindicales que se volvieron uno de los principales actores en la puja contra el orden autoritario.
Sin embargo, la caída de Illia a manos de Onganía cambiaba el escenario político. La vuelta de Perón, aunque lejana, era una de las banderas de la protesta social. Pero al inicio de la llamada Revolución Argentina en 1966, algunas figuras del sindicalismo argentino se alineaban con el gobierno de facto bajo la difusa idea de profundizar la industrialización (que no pasó ni podía pasar) y construir un sistema político sin la figura de Perón.
Por un tiempo los préstamos y las armas norteamericanas (todas de segunda mano) llovieron sobre el gobierno de Onganía, y la pasividad de los líderes sindicales aliados al gobierno generó un severo conflicto con las bases. La inflación desatada por uno más en una larga y triste lista de «economistas expertos» destruyó los salarios y obligaba a los trabajadores a aceptar peores condiciones laborales bajo la amenaza primero del despido y de la represión después.
A falta de mayores humillaciones, el gobierno dictatorial actuaba públicamente con prepotencia y torpeza a partes iguales. Exacerba demostraciones de poder ridículas frente a un pueblo sin representación política que no podía canalizar sus reclamos institucionalmente ni tenía portavoces que el estado reconociera. La Revolución Argentina apretaba, pisaba, empobrecía y reclamaba, exigía que se guardara manso silencio frente a su autoridad. Le faltó apenas a Onganía escribir una invitación formal a sus opositores «usted que vive de mis provocaciones gratuitas ¿no ve que encima le exige respeto? ¿qué está haciendo que no se levanta y se revoluciona? ¿cuánto más he de sacarle hasta que pase a la clandestinidad y funde una organización armada?»
Para sorpresa de nadie las masas sin representación política se sublevaron. Quiso la casualidad que fuera Córdoba, pero bien podría haber sido cualquier otra parte. De hecho, por mucho tiempo se especuló acerca de si hubo planificación o no en el Cordobazo: los militares y liberales no tenían muy claro cómo es que la población apoyó decididamente a una huelga hasta degenerar en una pueblada.
Onganía tuvo que irse. La solución burocrática autoritaria para los conflictos argentinos había fallado. Córdoba le dio la paliza de su vida: un militar vencido por su propio pueblo a base de pedradas, piñas y trincheras.
No es nostalgia
El pasado no es para ponerlo en un anaquel intacto e impoluto, no es solo un acto de recordar sin sentido. El «pasado es parte del presente», vuelve todo el tiempo a él como inspiración o malestar. Si no ha sido superado regresa a inquietarse permanentemente. El Cordobazo no es una fecha más para recordar, es un hito de la lucha popular, un recordatorio de que se puede vencer aún en las circunstancias más adversas. Puede ser un escalón a otro futuro posible si nos nutre de la bronca y el deseo de pelea necesarios para enfrentar lo que se nos viene encima.
Las generaciones que pelearon contra el autoritarismo y la pobreza planificada durante la década del setenta militaban bajo la convicción de que el mundo podía ser cambiado. Las personas de nuestros tiempos presentes, desanimadas a o no, expuestas a un sin fin de frustraciones, medicada con entretenimiento, milita en un mundo que, por el bien y la dignidad de la vida, ya no puede ser cambiado: Debe cambiar.
*Profesor de Historia por la Universidad de Morón