La alarma del teléfono de Esteban sonó a las siete de la mañana. Maldije la hora, pero me levanté.
Fui al baño de Esteban, me lavé la cara, me cepillé los dientes. Me duché en la bañera de Esteban.
Me puse la ropa de Esteban: un pantalón de gabardina negro, bastante gastado y sucio, y una camisa blanca con las axilas manchadas por el desodorante. Me puse unas medias negras y unos zapatos con las suelas comidas en los talones.
Fui a la cocina de la casa de Esteban. Su pareja preparaba el desayuno y sus hijos esperaban sentados en la mesa, mirando sus teléfonos. Esteban tenía dos hijos: Enzo, de diez años, que jugaba Clash Royale, y Mariano, de doce, que miraba TikTok.
Saludé a los hijos de Esteban con un beso en cada una de sus cabezas volcadas sobre los teléfonos. Abracé por la cintura a Vanesa, la pareja de Esteban, y le di un beso en el cuello.
―Buenos días ―le dijo a Esteban sonriendo.
Agarré cuatro tazas de la alacena y las puse sobre la mesa. Un plato con tostadas, una mermelada de frutilla, un queso untable. No conocía las marcas; no eran de primera línea, definitivamente. Sin embargo, zafaban.
Desayunamos con prisa. Los chicos fueron a su habitación para agarrar las mochilas. Nos subimos los cuatro al único vehículo que tenía la familia, un Ford Fiesta de cuando todavía existía el carnaval carioca. Resistía con estoicismo el paso del tiempo, aunque no parecía bien cuidado ni mantenido.
Primero llevamos a los chicos, los dejamos en la puerta de la escuela. Después, Vanesa me llevó a la fábrica de oxígeno donde trabajaba Esteban. Nos dimos un beso en la boca y bajé del auto. Ella siguió camino hacia su trabajo.
Fiché en el molinete de la entrada con la credencial de Esteban y caminé hasta el área de Compras, donde trabajaba Esteban. Me acomodé en su escritorio y prendí la computadora.
Mauricio, un compañero de Esteban que se sentaba en el escritorio que estaba a su derecha, me ofreció un café de máquina. Lo acepté solo porque ya lo había sacado. Enseguida llegaron Anabella, que se sentaba a la izquierda de Esteban, y Marisa, que se ubicaba frente a los tres porque era la supervisora del sector. Todos tenían cafés de la máquina, los vasos eran tan pequeños que las manos parecían sostener tazas invisibles.
―¿Y, cómo te fue ayer? ―le preguntó Anabella a Esteban.
―Perdí todo ―respondí.
―¿Ya se lo contaste a Vanesa? ―le preguntó Marisa a Esteban.
―No. No sé cuándo se lo voy a decir. Ya se va a enterar, en realidad ―respondí.
―¿Cómo vas a zafar de Rafael?
―No voy a zafar de él. Ya está.
―Te va a matar ―le dijo Mauricio a Esteban―. Rajá, escapate. Hacemos una vaquita entre todos. Andate lejos por un tiempo.
Anabela, Vanesa y Mauricio sacaron sus billeteras. Los detuve.
―No, les agradezco, pero ya es tarde. Perdí, tengo que aceptar las consecuencias.
Como no sabían qué más decir, nos pusimos a trabajar. El día trascurrió lentamente, un silencio denso, de incomodidad y preocupación, tensaba el ambiente. Los pocos comentarios que se hicieron durante el día no causaron gracia.
Para almorzar encargamos unas empanadas de mierda en la rotisería donde pedían comida todos los días.
Compré unos pallets, repuestos para una máquina deforestadora, útiles escolares y mochilas para los hijos de los empleados, incluyendo a los de Esteban, lapiceras, hojas de impresora y banditas elásticas para la fábrica.
La jornada terminó a las seis de la tarde. Mauricio me llevó hasta la casa de Esteban. Viajamos hablando de fútbol, de las paritarias y de la situación del país. Me contó algunas cosas sobre su familia: al hijo le estaba yendo mal en la escuela, pero era un crack jugando al fútbol y el fin de semana iba a probarse en las inferiores de Vélez; su madre estaba bastante jodida de salud.
Le pedí a Mauricio que me dejara frente a una panadería. Compré media docena de facturas y fui a visitar a los padres de Esteban, que vivían a tres cuadras de su casa.
El padre de Esteban estaba postrado en la cama porque sufrió un ACV unos meses atrás. Su madre lo cuidaba con ayuda de una enfermera. Esteban no tenía hermanos. Su dinero se estaba yendo en el cuidado de su padre, por eso tuvo que apostar lo poco que le quedaba en el casino.
Saludé brevemente al padre de Esteban porque aún no hablaba mucho y estaba perdido, le faltaba un tiempo para recobrar la lucidez y empezar la rehabilitación. Tomé unos mates con la madre de Esteban y comimos las facturas. Me dijo que necesitaba plata porque la enfermera le había aumentado la hora y con lo que tenía en la casa no llegaba a pagarle. Me dijo que estaba cansada, pero que aguantaba. Tenía esperanzas de que su marido se recuperaría. Abracé a la madre de Esteban y me fui a su casa caminando.
Le ayudé a Enzo con una cuenta que no le salía y corregí una redacción de Mariano. Finiquitada la tarea, jugué a los videojuegos con los hijos de Esteban hasta la hora de cenar.
Comimos fideos de paquete. La salsa estaba muy bien, pero el queso rayado no tenía sabor.
―No podemos pagar el gas y debemos dos meses de la hipoteca ―le dijo Vanesa a Esteban.
―El gas lo cortan recién a los sesenta días ―dije por decir algo.
―Tal vez deberíamos cambiar a los chicos de colegio el año que viene.
―Si la cosa no mejora…
―¡Nooo! ―protestaron los hijos de Esteban.
―Todos tendremos que hacer un esfuerzo ―les dije.
―Decime por favor que pagaste la luz ―le dijo Vanesa a Esteban.
―Sí, la pagué hace un rato ―mentí.
―La canilla de la cocina sigue rota y no podemos llamar al plomero tampoco este mes. ¿Te fijás si podés arreglarla?
Cuando terminamos de comer, corté el agua y cambié el cuerito de la canilla, ajusté los caños, sellé las goteras de la bacha y las juntas de la mesada. Estaba todo podrido por la humedad.
Vanesa se puso a lavar los platos. La abracé y le di un beso.
―Voy a salir un rato ―le dije.
―¿A dónde vas a esta hora? ―le preguntó a Esteban.
―No me esperes.
Caminé unas cuadras y me encontré con Fabrizio y Victorio. Subí en el asiento de atrás del auto.
―Otra vida insignificante, no valía la pena estar más tiempo ahí ―dije y prendí un cigarrillo por fin. Esteban no fumaba.
Paramos en la costanera. Sacamos el cuerpo de Esteban del baúl y lo tiramos al rio.
―¿Lo llevamos a su casa, don Rafael? ―me preguntó Fabrizio.
―Todavía no. Vamos a cobrar otra deuda.
**Hernán D’Ambrosio nació en General Rodríguez (Argentina) en 1985. Es Profesor de Letras. Escribió las novelas Cosas que pasan (2013), Sutra de Buenos Aires (2015) e Imagen y semejanza (2018), y los libros de poesía Singing in the brain (2010) y Una cosa que empieza con P (2018). También es autor de la novela web Hyperville (2012). Coordina grupos de lectura y escritura desde el 2012. Sus cuentos circulan por la web en distintas revistas.