Por Leandro Trimarco*
El Shock
Néstor Kirchner fue una rareza política que inauguró un período distinto en una Argentina acostumbrada a décadas de desigualdad y cinismo. El 2001 fue la erupción de un proceso de concentración de riqueza y vaciamiento de la política que nos dejó el famoso “que se vayan todos». Si bien cada sector entendía esta consigna a su manera, desde sus propios intereses puntuales, el clima general era de un descreimiento de la política en general para resolver los problemas. Incluso se descreía de los discursos mismos de las figuras políticas más sobresalientes. Por esta razón proliferaban canciones de protesta absolutamente destructivas, o programas de televisión que ridiculizaban la política en los canales de aire y cable. Votar a uno u otro daba lo mismo. Ninguno de los actores gozaba de credibilidad para asumir la profunda crisis social y económica de la Argentina.
Por ello, en 2002, un acuerdo político a espaldas de la institucionalidad democrática quebrada puso como presidente provisorio a Eduardo Duhalde que llegó para hacer, bueno, lo que se hacía hasta ese momento, pero buscando contener a la situación social a base de ayudas sociales y represión.
Esto último lo expulsó del poder luego de que la policía bonaerense asesinará de manera brutal a los militantes piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
En ese contexto, dada esa correlación de fuerzas, en medio de esa tormenta de conflictos sociales y postergaciones que se remontaban hasta la dictadura, con un discurso político corrido a la extrema derecha, asumió Néstor Carlos Kirchner.
Su obra como mandatario excede largamente lo referente a la economía: implicó una transformación de la autoestima social. Argentina pasó de la apatía y el autodesprecio a la expectativa de un futuro grande y digno. Al comienzo primó la desconfianza. Si ni Alfonsín estuvo a la altura de las expectativas de la sociedad ¿Por qué un santacruceño anónimo iba a cambiar el rumbo de la historia? Kirchner combinó medidas de fondo, estructurales, con pequeños gestos cotidianos de cara a la sociedad. Al final de su mandato era indiscutible, un nombre de estabilidad y futuro. Todos lo dábamos por sentado. Por eso el 27 de octubre de 2010 la noticia sonó como un trueno. Néstor Kirchner, el reconstructor, aquel que caminaba junto a las madres, el político que se negó a reprimir, manejando los conflictos como un boxeador que se mueve con los brazos abajo; el que noqueo a Bush cuando Bush mataba países haciéndose la víctima; el que resucitó a la política y le dió dignidad cuando la política no valía ni la tinta necesaria para escribir esa palabra; el americanista, el joven de 60 años, miembro de una generación diezmada; el amigo de Chávez y Lula; aquel que sabía que Mauricio era Macri; el que después de tanto atropello vino a pedir perdón en nombre del estado; el militante que ardía con tanto fuego que encendía a los otros; el estadista, llegaba a su fin.
El Duelo
La muerte de Kirchner ocurrió según las distintas versiones, entre las 9 y las 10 de la mañana en su residencia de El Calafate, en compañía de su esposa Cristina Fernández, a causa de un paro cardiorrespiratorio. En las semanas anteriores ya había recibido intervención médica a causa de una arteria obstruida y los médicos le habían recomendado cambiar su estilo de vida, fuertemente afectado por el estrés. Su fallecimiento ocurrió como consecuencia de sus problemas del corazón.
Fue decretado el duelo nacional por tres días, y a su funeral concurrieron cientos de miles de personas que acompañaron la caravana fúnebre tanto en la capital como en Río Gallegos. También asistieron sus más notables aliados latinoamericanos en vida: Chávez, Lula, Correa; así como otros presidentes y representantes de los gobiernos de Chile, Uruguay, México, España, entre otros.
Otros muchos no fueron a los funerales y lo lloraron en sus casas. No era la muerte de un político como los que la sociedad conoció hasta ese momento. Era un parte aguas, era absolutamente personal. Los que salieron del hambre, los que estudiaron una carrera, los que se reencontraron con la posibilidad de un futuro en el país, los regresados desde el exilio, los que iniciaron su negocio, todos estaban de duelo. El país había perdido a la más intensa figura hasta ese momento con un proyecto claro de poder y de país que les devolvió su lugar a las mayorías sociales.
Pasados ya doce años, en este momento que cada vez se acerca más a un nuevo 2001, lo extrañamos, más que nunca. La generación que sembró después del largo invierno del neoliberalismo todavía no encuentra las soluciones, pero aún conserva algo de fuego que pueda hacer que la política nos vuelva a entusiasmar.
*Profesor de Historia por la Universidad de Morón