El año 1977 transcurría en la Argentina con la Junta Militar de Jorge Rafael Videla desplegando el operativo de represión más infame de la historia del país. Mediante el uso de efectivos de las tres fuerzas armadas, oficiales de policía y miembros de los servicios de inteligencia, se llevó a cabo un plan sistemático para erradicar cualquier forma de oposición política y allanar el camino para un cambio de paradigma no solo económico sino también social: una nueva sociedad moldeada a la medida de las necesidades del capital. La cancelación total de todos los movimientos y aspiraciones políticas contrarias al país ganadero y conservador.
Los objetivos principales de este plan de represión fueron, en un principio, los movimientos políticos guerrilleros que se formaron en Argentina, entre el período que va desde la caída de Perón hasta el 76’, los cuáles ni solo enfrentaban mediante las armas a los gobiernos militares, sino que algunos cuestionaban el sistema mismo, el capitalismo. La teoría de los dos demonios y la hegemonía neoliberal que reinó hasta el gobierno de Néstor Kirchner han caricaturizado a estas organizaciones guerrilleras hasta el punto de que daría la impresión de que realizaban atentados por pura maldad y búsqueda del caos. Lo que esta visión interesada omite siempre son las razones por las cuáles esos militantes políticos optaron por la vía de las armas: desde el año 55’ el partido mayoritario, el peronismo, se encontraba proscripto y en su lugar se sucedían regímenes que llegaban al poder en las elecciones sin legitimidad democrática, cuando no eran directamente reemplazados por gobiernos militares. Esta clausura de la democracia y la posibilidad de ver alcanzados otros mundos mediante el sufragio le dieron a la guerrilla su principal razón de ser. Ninguna propuesta de sociedad sería alcanzada con el gobierno sometido a las decisiones del partido militar, que funcionaba como fuerza de choque de la oligarquía.
Algunas organizaciones armadas pretendían tomar el gobierno y establecer un gobierno de carácter nacionalista. Otros pensaban en la derrota del ejército para refundar el estado. Otros querían una revolución a la cubana, demoler el capitalismo y establecer el socialismo. Otras aspiraban a mucho menos: consignas como el regreso de Perón o el retiro de los militares del gobierno. Sus motivaciones fueron diversas y sus métodos variaron entre ataques directos a miembros del ejército, hasta atentados y secuestros en espacios públicos. Ninguna de estas acciones, cuestionables o no, puede entenderse en el vacío que el discurso de la derecha les dio como marco. No podría hacerlo de otra forma: nuestra derecha está peleada con la memoria porque la historia de nuestro país bien podría definirse como el relato de sus crímenes.
A esos que pretendían alterar el orden conservador y antiperonista, a esos que cuestionaban política y militarmente al orden sostenido por las fuerzas armadas; a esos fueron a buscar primero. Por eso la Junta Militar justificó su represión bajo el discurso de la “guerra antisubversiva”, tomando como enemigos a los grupos guerrilleros y por extensión a cualquiera que pudiera tener contacto con ellos. Por eso las fuerzas armadas actuaron como un ejército invasor en su propio país.
El problema de este planteo, la represión como una guerra interna, es que llevo a la conformación de un sistema de detención y tortura que buscaba que los “chupados” delataran a sus compañeros, aliados, conocidos, a quien fuera. Así empezó la bola de nieve de los tormentos, de los que se sacaban nombres, que llevaban a secuestros, que conducían a nuevos tormentos, que soltaban más nombres (reales o no), y así alimentaban más centros de detención y tortura, sin encontrar un jamás un fin. Por esa razón primero fueron los guerrilleros, luego militantes políticos vinculados a ellos, conocidos o no, luego los militantes estudiantiles, luego sus familias, luego sus conocidos, luego los periodistas que hablaran del asunto, a los abogados que los buscaban, al delegado sindical con quien tenían una foto, luego al trabajador al que oyeron decir algo contra el patrón, al final a cualquiera, bajo la sospecha que fuera, para quitarle algo, o bien por simple goce en la práctica de la humillación y la violencia.
Antes del golpe del 76’ la opinión pública ya había abandonado a las organizaciones armadas. El giro hacia a la derecha del peronismo los dejó solos en la arena política. Cuando el ejército, fanatizado y convencido de su misión civilizadora interrumpe nuevamente el orden democrático, los guerrilleros y el pueblo están librados a su suerte.
La represión es brutal. En escasos dos años el grueso de las organizaciones armadas ha desaparecido. La inmensa mayoría han sido asesinados en operativos callejeros por fuerzas de choque ilegales, o bien no se sabe nada de ellos: están desaparecidos. Muchos han ido a parar a centros clandestinos de detención y tortura, ubicados en dependencias del ejército, la policía, la SIDE, o bien “pozos” en talleres o locaciones industriales. La gran mayoría no serán encontrados jamás. Los delegados y trabajadores de la perla en Córdoba, los desaparecidos de la escuela de mecánica de la armada, Rodolfo Walsh, su hija, los hijos de Juan Gelman, toda la familia Tarnopolsky, delegaciones estudiantiles enteras, nadie sabe a dónde han ido a parar. Los que sobrevivientes cargan sobre su cuerpo el estigma de la tortura y la sospecha de delación. La sociedad a la que vuelven los ha hallado culpables de subversión, o de colaboración con guerrilleros sin cara y sin voz. Muchos no se sabe bien de qué. El régimen militar los obliga a elegir entre aceptar sus ideas políticas y morir o renegar de ellas a viva voz y vivir a medias.
Este dispositivo de locura obligada, como diría el historiador Alejandro Horowicz, les deja una única opción a quienes buscan a los desaparecidos: decir que no son inocentes, que no son parte de la guerrilla. El terror es arrasador y obliga a todo el mundo a participar de su visión esquizofrénica del mundo. Al buscar a los inocentes se debe aceptar que pueda haber culpables, verdaderos merecedores de la violencia del estado. La victoria de la dictadura pareciera ser total: no hay gremio, partido político o pueblo que se le oponga. O eso parece.
Las Madres
El campo popular no tenía ni herramientas ni ideas, ni fuerzas para vencer a la dictadura. No había horizonte de futuro ni plan de acción. Pero a veces no es preciso vencer a una distopía, sino primero sobrevivirla.
La primera reacción de defensa contra el terror fue casi un reflejo: frente a los seres queridos que no aparecían las familias los buscaban por todas partes. Esa búsqueda pronto tomó la forma de los habeas corpus y las indagaciones en las comisarías y dependencias militares. Casi siempre la respuesta eran evasivas o derivaciones sin fin a otros lugares, cuando no eran amenazas e intimidaciones desnudas. Las que buscaban solas empezaron a conocerse en la puerta de las comisarías, a entender cómo y por qué el poder se había llevado a sus hijos. Azucena Villaflor, Esther Ballestrino, María Ponce, Josefina García de Noia fueron las primeras en pedir por la aparición de sus familiares y resistir el terror del régimen. El sábado 30 de abril de 1977, en la cúspide del poder del gobierno militar se juntaron en la Plaza de Mayo para pedir por los desaparecidos. El reclamo pacífico recibió la amenaza de la policía que les exigió dispersarse según las indicaciones de la Junta Militar al respecto de las reuniones en espacios públicos. «Circulen» decían, y así, sin abandonar ni la plaza ni la búsqueda, circularon alrededor de la pirámide de Mayo. Primero los viernes, luego los jueves por ser un día de mayor circulación. Nunca más se detuvieron. Eran apenas catorce mujeres. Poco tiempo después empezarían a sumarse otras tantas. De la Plata apareció una tal Hebe. Luego Estela. Luego Taty. Luego Norita.
La marcha de los jueves se volvió una tradición sólo interrumpida por la represión creciente del régimen. El mismo año que las Madres empezaron su lucha, durante la peregrinación a la Virgen de Luján decidieron adoptar el pañuelo blanco en la cabeza, que en adelante sería su símbolo más característico. Empezaran a hacer públicas sus denuncias a la dictadura y el boca en boca las hará lentamente más conocidas y paulatinamente más numerosas. Pero el Proceso de Reorganización Nacional no admitía ninguna objeción a su práctica política, ni siquiera una denuncia. Por esa razón desplegó, incluso contra un grupo de señoras desarmadas, todo el abanico del dispositivo de terror.
Matar, matar, matar
La dictadura no podía discutir con las Madres ni responder a sus denuncias. Hubiera significado darles entidad, volverlas un interlocutor legítimo. La primera actitud del poder militar fue ningunearlas: dicen los medios de comunicación que los desaparecidos no existen, cuánto mucho serán subversivos. Si las víctimas no existen sus Madres tampoco. No hay cuerpos, y por ello no hay crimen. Dicen los medios que todo discurre con «total normalidad.» Debe ser que están en Europa, que se fugaron, que tal vez vuelvan la semana entrante o quizás estén detenidos en otra parte. Dice la tele que las Madres no existen, y por un tiempo ese cinismo será suficiente. Pero la persistencia de esas mujeres será una molestia que no dejará de crecer. Ningún diario publica notas sobre ellas, salvo uno que se lee en inglés. El Buenos Aires Herald se vuelve un puente que expone al mundo la infamia del régimen y la lucha de esas mujeres que buscan a sus hijos. De repente y a pesar de tanto ninguneo, las Madres existen. Entonces la dictadura se pondrá a hacerlo único que sabe hacer: matar, matar, matar.
Una unidad de infiltración, costosa, sumamente entrenada será dedicada a la tarea. Oficiales prestigiosos en la fuerza apoyaran a un solo infiltrado: un hombre frío, de impecables dotes para la traición se hará pasar por familiar de un desaparecido. Se acercará a las madres de Plaza de Mayo, se ganará su confianza, actuará como algo que no podrá ser jamás: un buen tipo. Luego de conocer sus actividades, los horarios, sus direcciones, y de oírlas pedir por sus hijos, de escucharlas hablarle con cariño, se encargará de su secuestro y asesinato. El nombre de este profesional es Alfredo Astíz. Ha servido al régimen. Nunca se arrepentirá de sus actos.
El golpe contra las madres es brutal, deja en evidencia que lo que se juegan es la vida. Habiendo desaparecido a sus fundadoras la dictadura demuestra que cederá ni escatimará sangre. Es en este punto dónde la mayoría de los seres humanos se dispersa y se rompe. Las madres no.
El asesinato de Esther, de Azucena, de Josefina, y de tantos otros obliga a la agrupación a replegarse, a adquirir hábitos de defensa contra los caranchos, pero no logra vencerla. Más bien al revés: su lucha se intensifica, los métodos de búsqueda se refinan, comienzas a buscar apoyos en el resto de la sociedad, hablan donde puedan ser escuchadas, escriben cuando no pueden hablar, marchan a dónde las convoquen y a dónde convoquen cada vez son más los que las acompañan. Solo el aumento de la represión les hará discontinuar la marcha de los jueves, para proteger su vida, hasta 1980. Ya para entonces la dictadura ha ido perdiendo sus activos más valiosos: el miedo de la sociedad y el apoyo de la oligarquía.
Marchan los sindicatos, afloran los partidos políticos, vuelve la crítica al ejército de ocupación, asoma un aire de dignidad, todo por el camino que trazan un grupo de señoras desarmadas.
La dictadura tendrá un final tan sangriento como patético: en la búsqueda de una salida ordenada del poder, el entonces presidente de la junta militar Fortunato Galtieri iniciará una guerra para obtener prestigio. Una guerra contra Inglaterra y la OTAN en que quedará claro la incompetencia del ejército.
Está derrota le dará el golpe definitivo al régimen militar y abrirá el proceso político que convertirá a Raúl Alfonsín en presidente en 1983, bajo la promesa de juicio y castigo a los crímenes de lesa humanidad. Las madres lo acompañaran, pero la lucha empezará a ser más compleja.
Buscar a los desaparecidos, reconstruir la memoria
La promesa de Alfonsín de juzgar a los militares lo vuelve de inmediato el mejor aliado de las Madres y abre la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (La CONADEP), dirigida por un conjunto de notables que se encargará de recopilar las denuncias por secuestros y desapariciones forzadas llevadas a cabo por militares o miembros de las fuerzas de seguridad. Pero a pesar de dejar el poder, la dictadura ha plantado ideas profundas en la sociedad que condicionarán esta búsqueda. La CONADEP abre un proceso virtuoso a la vez que es víctima de otro perverso: busca a los desaparecidos, pero a los que considera inocentes, a los pueda presentar a la opinión pública como daño colateral de la lucha contra la subversión. Los guerrilleros y militantes de organizaciones armadas, los muertos politizados o susceptibles de ser encuadrados o vinculados con la lucha armada. Ser un guerrillero es aún una mala palabra. La sociedad que parió la dictadura piensa que la violencia de ERP y Montoneros es equivalente e igual de pérfida que la ejercida por los militares. Exorciza los males de estos siete años en dos demonios de igual magnitud y fuerza. Por esa razón, cuando los juicios comienzan apenas unas seis mil denuncias aparecen, y todas piden por gente “inocente.”
Las madres no quedan ajenas a esta tormenta y no saldrán indemnes: un sector dentro de Madres cuestiona a Hebe De Bonafini, algunos dicen que, por sus modos, pero la fractura se entiende mejor si pensamos que algunas creían ver en la CONADEP una oportunidad imperdible de obtener algo de justicia. Y no se equivocaban. Otras reivindicaban la lucha de sus familiares e hijos desaparecidos, y se negaban encuadrarse dentro de los límites que el alfonsinismo le ponía a la memoria. Tampoco se equivocaban.
Hacia 1986, las aspiraciones del alfonsinismo chocan con el poder real y nuevos planteos militares surgen exigiendo el fin de los juicios por los delitos de la dictadura. Obtendrán una victoria parcial ya que logran sacarle al gobierno radical las leyes de obediencia debida y punto final. La primera eximía de responsabilidad de sus crímenes visceral a todos los rangos inferiores que actuarán bajo orden directa. La segunda establece una fecha límite para presentar cargos contra los militares. Por ahora, se ha puesto un coto a la memoria, pero los juicios siguen adelante y lo que revelan es perturbador.
Los juicios por la verdad, en donde las madres ahora divididas en dos (Madres de Plaza de Mayo y Madres Línea Fundadora) son querellantes, revelan en toda su dimensión aquello que estas mujeres enfrentaban.
Mientras transcurren las audiencias se multiplican los lugares identificados como centros detención y tortura. Se relatan de forma cruda los vejámenes a los que son sometidos los detenidos. Todas suertes de historias siniestras salen a la luz: el relato de hombres y mujeres que caen al mar desde un avión, grupos de asalto que entran por la noche a una vivienda y balean a una familia entera, torturas donde es más importante el placer del verdugo que la información que buscan, niños que son robados y desaparecidos, personas que vuelven del infierno y no pueden declarar que estén vivas. El horror se vuelve visible y es muy difícil mirarlo directamente. Solo el tiempo le permitirá a la Argentina comprender e historiar.
La Larga Marcha de las Madres
Las leyes de la impunidad no serán el fin de la historia. Los militares obtuvieron a lo bruto ese torpe reparo para su seguridad. La oligarquía, verdadera autora intelectual de lo ejecutado por las fuerzas armadas, será mucho más efectiva contra Alfonsín: desplegando todo su poder blando (sus bancos, su lobby, sus empresas, sus servicios, sus relaciones) le darán al presidente radical una salida anticipada. En su lugar, Menem será votado con la esperanza del pueblo de volver a crecer y reconstruir el país que el Proceso había dinamitado. No podía equivocarse más.
El menemismo merece una columna aparte para poder ser entendido en su totalidad. Por ahora bastarán algunas líneas para entenderlo: los diez años de Menem estuvieron dominados por ideología que la oligarquía profesaba y buscó imponer con la dictadura, el neoliberalismo. Pero Menem no solo fue ultra liberal en lo económico sino también un firme defensor de los discursos de esa oligarquía. Frente a los actos del proceso, mostrados en toda su crudeza por los juicios de la CONADEP, Menem decretará una serie de indultos para “pacificar” al país. Asesinos, violadores, ladrones, torturadores de todas calañas saldrán de prisión doblemente impunes por vía legal y por discurso político.
En este punto uno podría volver a rendirse, juntar lo que queda de vida y seguir. Pero no será el caso de la Madres. Si no hay justicia, hay escrache. Las Madres se han curtido con años de lucha, su prestigio internacional habla por ellas. Las acompañan investigadores, periodistas, científicos, comienzan a encontrar a sus nietos perdidos y multiplican su fuerza. Ya no es solo la lucha por la memoria, verdad y justicia. Es una batalla política contra el sentido común que impone el olvido. Podría pensarse que es una lucha perdida. En toda Latinoamérica las dictaduras han triunfado: en Brasil no se habla de los desaparecidos, en Chile los dictadores tienen estatuas, Paraguay y Bolivia cargan aún con el peso de los militares, Uruguay solo se defiende del olvido en las letras de sus escritores. La Madres pueden perder, como perdió el campo popular en todo el continente. Así y todo, siguen su lucha durante la larga década menemista sembrando memoria en una nueva generación y acusando los Astíz, a los Etchecolatz, a los Videla bajo la consigna “ni olvido ni perdón.”
Tendría que ocurrir el 2001, el temblor de todo el sistema que había parido la dictadura para que corrieran nuevos vientos políticos. El giro ocurría con la llegado de un insospechado estadística de la Patagonia.
Néstor Kirchner parece un segundo Alfonsín, más débil todavía, pues ni tiene ni sus votos ni su aparato. Pero algo de él llega, algo más personal.
El improbable presidente no hace una promesa de juicio y castigo, sino que convierte a los derechos humanos en una política de estado, signados por una determinación inconfundible. Kirchner no enfrenta a los ex represores sólo en los juzgados, sino que los ataca políticamente. Ataca lo que son, sus ideas, el país que habían proyectado, sus discursos, sus símbolos, sus mentiras, y no los deja respirar. Vuelve una causa nacional la lucha de las madres, quienes en un principio ven con desconfianza este acto que parece ser interesado. Poco a poco esa sospecha se disipa. Primero son palabras, luego son cuadros que bajan, luego son las derogaciones de las leyes de impunidad, de los indultos, luego son los militares volviendo a las cárceles de donde nunca debieron salir.
La labor de las Madres se acrecienta: a cada marcha los jueves suman su trabajo en los juicios contra los genocidas en causas que ocurren en todo el país. Nuevas denuncias aparecen, nuevos nietos se recuperan, las Madres fundan instituciones educativas, y vuelven a militar por sus hijos con discursos propios, enfrentando al negacionismo y al cinismo que resiste a menguar. Esa lucha por la memoria, la verdad y la justicia ya nunca perderá vigor. Tan poderosa será su construcción política que aún con el regreso de la oligarquía al poder 2016 y un feroz aparato de propaganda y mentira, no podrán hacer retroceder a las Madres en todas sus vertientes ni imponer el sentido común negacionista. el 2×1 que la Corte Suprema intentó aplicar a los genocidas será rechazado con vigor en todas partes.
Saben muy bien las Madres que a las victorias hay que defenderlas. La memoria que nos heredaron y la lucha que nos compartieron sigue vigente mientras exista la oligarquía asesina. Este 30 de abril se cumple otra vuelta a lo largo de la historia. Las Madres siguen marchando, la lucha sigue viva.