Esta fecha no es un recuerdo más en la lista de efemérides nacionales. Las razones que llevaron al golpe de estado de marzo del ´76 y las décadas de lucha contra el horror y el olvido siguen vigentes hasta hoy, en muchos más sentidos de los que la sociedad en general reconoce.
Los militares fueron vencidos hace tiempo (paradójicamente fue Carlos Menem el primero en reprimirlos) pero las generaciones de militantes, intelectuales, jóvenes y trabajadores que diezmaron en el camino, junto con los crímenes de naturaleza económica que perpetraron en beneficio de sus socios civiles, dieron lugar a las frágiles democracias que conocemos hoy: sistemas dónde los ciudadanos eligen, siempre y cuando sus elecciones no muevan un centímetro el sistema de poder y explotación del capital dominante. Este capital, estos empresarios, estos intereses, estos oligarcas diría Perón, se identifican a sí mismos con la única Patria posible, y no escatiman ninguna desmesura política para mantener el orden que los conserva obscenamente poderosos. Mírese cualquier noticia económica reciente, cualquier pelea dada por el gobierno y se verá en ella un capítulo más de esa supuesta burguesía nacional que casi 50 años después sigue consumiendo deuda que se adquiere ante los organismos internacionales, a nombre de todo el pueblo trabajador.
Pero me estoy adelantando, volvamos al principio…
Los Hechos
El giro que dio el tercer gobierno peronista, y que se acentuó tras el fallecimiento del general, fue en contra de la masa de trabajadores y como resultado de una búsqueda de acordar con los capitalistas nacionales, que demandaban cada vez más concesiones para lograr el ¨despegue¨ de la economía (eufemismo para el despegue ganancias de extraordinarias). Entiéndase bien: baja de los salarios, pérdida de derechos laborales, reducción de impuestos. El empresario local nunca se corre del libreto. El brutal aumento de precios que fue el Rodrigazo, ya dentro del gobierno de Isabel Martínez, dejó huérfanos a los trabajadores de poder y representación, y envalentono a los sectores más recalcitrantes de la derecha a avanzar ya no en una toma del gobierno, sino en un completo cambio de régimen de vida.
Así, mientras el Gran Acuerdo Nacional entre empresarios y trabajadores volaba por los aires, ya tomaba forma lo que luego sería el Proceso de Reorganización Nacional que vendría no solo para destruir al opositor político, sino para imponer a la sociedad entera las condiciones que demandaba esa clase alta para la cual los militares eran sólo el instrumento.
El que ejecutó el golpe en marzo de 1976 fue el general Jorge Rafael Videla, pero los verdaderos instigadores y beneficiarios fueron ACIEL, la Sociedad Rural y cuánta agrupación que aglutine a empresarios y banqueros acostumbrados a mandar como déspotas como si la ley fuera algo que está por debajo de ellos.
De inmediato se conformó una Junta Militar con representantes de las tres armas bajo el discurso público de eliminar a los grupos guerrilleros que enfrentaban al orden establecido luego de la caída de Perón en 1955. La Doctrina de Seguridad Nacional practicada por los militares les brindará el marco ideológico para enfrentar a «la subversión» y dar una justificación verosímil a su campaña de secuestro y exterminio de toda oposición política, sindical y estudiantil, estuviera o no vinculada a organizaciones armadas. Entre 1976 y 1978 se vivió en la Argentina la más intensa y descarnada actividad represiva perpetrada desde el estado: las fuerzas militares comenzaron a funcionar como un ejército de ocupación dentro de su propio territorio. Se organizaron grupos de tareas, compuestos por miembros de las fuerzas armadas, la policía y personal de inteligencia, específicamente para rastrear, secuestrar, torturar y eliminar a los “enemigos” del régimen. Las bases dónde se encerraba a los secuestrados, para su posterior tormento y asesinato, fueron luego conocidos como centros clandestinos de detención y tortura. Allí la ley quedaba en suspenso bajo la excusa cínica de proteger a la patria, la familia y los valores ¨cristianos¨ de la sociedad. Todo el mundo era susceptible de ser seducido por las ideologías “exóticas” del comunismo, el “peronismo guerrillero”, o cualquier cosa que buscará alterar el orden que los militares protegían (aunque ellos mismos no lo entendieran del todo); y como todos podían sucumbir a las ideas sediciosas, todos eran sospechosos en potencia.
Cualquier filiación política contestaría, un discurso en la universidad, una nota periodística, una opinión en público, un libro de Marx olvidado en un anaquel, un reclamo sindical, una canción. Cualquier cosa podía volver a un ciudadano un enemigo del estado contra el que se emprenden acciones de guerra.
Lo primero era siempre el interrogatorio: se esperaba que el subversivo delatara a sus compañeros. Estás confesiones, verdaderas o no, se producían bajo tortura para asegurar la sinceridad del prisionero. Otras veces, la tortura no era otra que el ejercicio del poder total del régimen sobre el cuerpo, y la búsqueda por satisfacer un sadismo infame.
Son conocidos gracias a décadas de lucha de las agrupaciones de derechos humanos el tenor de estos crímenes de lesa humanidad que abarcaban desde la violencia sexual, la tortura física y psicológica, a la apropiación de niños y el robo de identidad.
En paralelo suceden otros crímenes a simple vista imperceptibles, las calamidades que denunciaba Rodolfo Walsh en su carta abierta. A manos del ministro de economía de la dictadura, Martínez de Oz, se comenten atrocidades contra la vida pública en el país. Se desregula el mercado de capitales para permitirle a los socios de los militares evadir, fugar, mover su dinero sin dar ninguna explicación. La ley de entidades financieras legaliza el fraude y facilita los manejos espurios de las firmas más poderosas. Las importaciones se abren indiscriminadamente y sin control barriendo a su paso a una buena parte de la industria nacional. Las deudas privadas se vuelven públicas (el nombre Macri mantiene fresco este delito). Los derechos laborales se sacrifican en el altar de la eficiencia al mismo tiempo que se funda una nueva generación de pobres que nunca dejarán de serlo porque el sistema ya no da trabajo.
Estos daños contra la vida y la prosperidad del pueblo no fueron consecuencias indeseadas de un plan vislumbrado como correcto. Todas esas vejaciones no eran más que el resultado inevitable de una brutal transferencia de ingresos de toda la sociedad a un grupo minúsculo de empresas y sus satélites. Ese acto de pillaje, ese robó organizado, instituyó las leyes que hoy les permiten a los oligarcas la gran libertad de acción para presionar al estado que detentan.
¿Por qué estos crímenes actuales suelen esconderse tras la idea de la libertad de empresa, y todo el gorro de la dictadura se asocia simplemente a la Junta Militar? Toca hablar de los militares.
Los Acusados
Los militares argentinos no responden a lo más rancio de las clases altas sólo porqué una parte de la oficialidad provenía de ellas. Tampoco porque se sometieron de manera directa al poder que daba el dinero. La clave está en la ideología: los militares eran presos de la vieja jerarquía bucólica, ese país de vacas, profundamente elitista que su tradición de armas defendía. Pero, por otro lado, ese orden agroganadero muto en los 70 en un modelo que ya era indivisible del nuevo orden que imponía la globalización en occidente: el neoliberalismo. Los cuadros militares, profundamente influenciados por hegemonía ideológica del capitalismo mundial solo podían pensar la realidad a través de la lógica de amigo o enemigo (ellos dirán azules y colorados), y dentro de este nuevo contexto el enemigo era la subversión. Está era enemiga de la patria y por lo tanto ningún recurso era lo suficientemente vil como para combatirla. La técnica usada será la escuela francesa de guerra antisubversiva, tristemente célebre por el uso generalizado de la tortura.
El militar argentino no tiene práctica en el combate contra otros países. Sus enemigos están adentro: debe destruir a los guerrilleros, pero también a los estudiantes, a los delegados sindicales, a los curas villeros, si fuera necesario familias enteras de militantes. Todo esto en nombre de la familia, los valores perdidos y la Patria.
¿Cómo es que un militar entrenado en la defensa nacional llega a esto? Porque se percibe apolítico y por eso está fuera de la suciedad que le atribuye a la política. Y porque el estado ha pervertido su función, lejos de manejar hipótesis de conflicto con enemigos externos, el militar es el principal instrumento de represión interior.
Increíblemente la corrupción de las fuerzas armadas no se detiene allí. Ya se la ha dado un destino manifiesto y un rol de defensores del orden que justifica todo su quehacer. Pero el poder discrecional que la dictadura le dará al militar lo hará descender hasta el fondo: sin ley que lo controle, el oficial que reprime podrá matar, torturar, violar, robar sin que alguien pueda juzgarlo. Primero lo hará ambiguamente por unas ideas sobre la Patria que no entiende. Luego lo hará por la impunidad de sus actos. ¿Qué piensa el militar sobre el orden económico que ayuda a construir con sus actos? Tal vez ni siquiera se haga esas preguntas, no lo han entrenado para comprender. Solo para acatar órdenes, algunas órdenes.
Las consecuencias
El camino que transitaron nuestras democracias después del proceso ha sido errante. El sistema político funciona mientras no se toque lo fundamental del modelo económico agroexportador inserto en el comercio mundial. Cada vez que un gobierno intenta romper, aunque sea en lo discursivo, con el orden de desigualdad que la dictadura conformó, la paz social cruje. Cuando se habla de cobrar un impuesto, de nacionalizar el comercio, del derecho laboral, de los recursos naturales, esa paz social cruje.
Una parte de los crímenes inaugurados en 1976 han sido perseguidos y juzgados por sociedad argentina desde aquellos años en una lucha que continúa hoy en día. El periodo macrista significó un durísimo retroceso y el proceso que se abrió después adquiere, para algunos, todavía matices ambiguos. La lucha por los derechos humanos se ha librado con éxito gracias las madres y abuelas y quiénes las acompañaron. Pero la madre de las batallas, la pelea por las condiciones de vida y la dignidad del pueblo en su conjunto sigue teniendo lugar. Llevamos peleando esa batalla desde antes de la independencia. El 24 de marzo de 1976 el campo popular sufrió una durísima derrota. Asumirla como tal es un paso imprescindible para volver a hacer evidentes las razones por las que se perdió y los motivos por los que luchamos
Este tenso presente que vivimos y que muestra de manera desnuda la prepotencia del poder, debe servirnos para entender contra quién es esa lucha que libramos: no es solo contra la represión, sus perpetradores, y sus ideólogos, sino también con sus beneficiarios.